Desde hacía meses me quedaba absorta mirando las nubes que deambulaban por el cielo, un cúmulo repetitivo de pensamientos y sentimientos negativos me invadían hasta provocarme un llanto desconsolado, notaba como diariamente mi carácter vitalista, pasional y alegre iba difuminándose como el paisaje en un día de niebla; convirtiendo a la tierra en invisible, desvaneciendo todos los colores a excepción del gris, avivando una impotente sensación de ceguera, donde solo los espectros del pasado y los espejismos del futuro tenían el privilegio de aparecer en escena como los únicos protagonistas.
Cada semana estaba más abatida, el pánico se había apoderado de mí ser hasta llegar a tener miedo al propio miedo. Intuía que si algo o alguien no frenaban aquella avalancha descontrolada de angustia existencial, mi esencia desaparecería. Iba a perderme en el abismo.
Para más inri, un perenne dolor de espalda me acompañaba durante las 24 horas del día, trocando mis noches en auténticos infiernos colmados de pesadillas; para mayor escarnio me sentía dilatada como una esponja, un malestar estomacal, que apenas me permitía comer, me escoltaba donde quiera que estuviese, aumentando mi inmensa tristeza y desolación.
Después de visitar a distintos especialistas y realizarme las pruebas clínicas solicitadas, para descartar cualquier patología orgánica, me diagnosticaron un cuadro "ansioso-depresivo" que somatizaba con tales dolencias físicas; advirtiéndome que si no controlaba mi estrés, cortisol, serotonina, y especialmente mis cavilaciones pesimistas, éste desembocaría en un Trastorno Depresivo Mayor. Fui remitida a la unidad de Psiquiatría y me emitieron la baja laboral, viéndome forzada a dejar, temporalmente, mi trabajo como docente.
Ángela, mi psicóloga, tras las primeras sesiones, me explicó que mi depresión era exógena y que con mucha fuerza de voluntad sería capaz de superarla.
La muerte de mi padre, la demencia senil de mi madre, el aislamiento provocado por el covid, mi propia auto exigencia como mujer, madre, esposa, hija, profesora…eran en verdad mis verdugos.
Siguiendo los consejos médicos, hice de tripas corazón, y empecé a tomar la medicación indicada junto con paseos por la naturaleza, meditaciones, natación, mindfulness y lectura de libros; necesitaba recuperar mis ganas de vivir.
Leyendo a Alejandro Jodorowsky y sus peculiares técnicas de psicoterapia, realicé una de ellas. Escribí en folios todos los acontecimientos patéticos de mi existencia y posteriormente quemé dichas páginas, adquirí un bonsái y enterré las cenizas bajo sus raíces.
Situé mi precioso bonsái en el poyete de una ventana frente a los hibiscos de mi jardín. Comencé a cuidarle y mimarle como si de un bebé se tratase, en pocas semanas pequeños capullos brotaron, regalándome unas lindas florecillas blancas que me alegraban la vida.
Había sepultado las vivencias punzantes de mi pasado y cada flor representaba una esperanza de fe en el futuro.
Actualmente, sigo admirando las nubes y agradezco al universo todos los ángeles que en esa época dolorosa me envió, uno de ellos disfrazado de bonsái.
Hoy he leído este relato a mis alumnos, muchos me han aplaudido.
¡No solo no me perdí, sino que me encontré!
Un relato precioso, que transmite esperanza y positivad, tan necesarias en la actualidad.
ResponderEliminarOjalá todos tengamos tu misma suerte. Me ha gustado mucho.
ResponderEliminarUn relato que da esperanza paraste te ocupaste y vino tu reencuentro.. bravo¡¡¡
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