-Se lo advierto -me espetó el director como si yo tuviera la culpa de lo que no era culpa de nadie-. Si vuelve a repetirse, la despido. ¿Sabe las quejas que estoy recibiendo por tener una loca que se pone a llorar en clase y que ni siquiera se ajusta al programa? ¿Qué pretende enseñándoles esos escritores chiflados a unos chavales?
Lo dejé hablando solo, al fin y al cabo era una de esas personas que no necesitaban que las escuchasen, y fui a buscar a mi mujer. También yo había tenido que alterar mi rutina cuando me llamaron al trabajo para avisarme de que había sufrido otra crisis y quería llevármela a casa cuanto antes. Pregunté por su clase a un profesor de rostro huraño, quien apenas me contestó con un murmullo cargado de desprecio. Al dar con el aula, casi vacía porque a esa hora los alumnos tenían Educación Física, me la encontré sentada junto al escritorio, con la mirada perdida, irradiando aquella tristeza infinita que seguía encogiéndome el alma después de tantos años y recaídas. Un colega la vigilaba con cara de impaciencia, sin acercarse mucho. Se había orinado encima y el bedel limpiaba el charco sin ocultar su repugnancia.
La había acomodado en el coche cuando una chica se acercó corriendo con unas hojas en la mano y una toalla limpia. Era la delegada de clase y traía los deberes de todo el grupo. Les eché una ojeada y vi que cada estudiante hablaba de un autor distinto: Kafka, Tolstoi, Hemingway, Poe, Woolf... Además de su genialidad creativa, todos ellos compartían una angustia emocional a la que la psiquiatría moderna se empeñaba en poner nombres técnicos y tratamientos inútiles, esa enfermedad del alma que la mayoría de los lectores pasaba por alto al interesarse únicamente por los detalles más macabros y jugosos de sus vidas. Y vi que aquellos trabajos no hablaban de figuras literarias, contextos históricos ni biografías sacadas de Wikipedia, sino precisamente del sufrimiento personal que los atormentados autores dejaban entrever en los argumentos y personajes de sus obras maestras.
Yo los conocía a todos. Mi mujer me había animado a leerlos cuando le diagnosticaron su trastorno y me entró el mismo pánico que dominaba a otros padres y profesores, incapaz de saber cómo enfrentarme a una lucha que de ningún modo ella podría librar en solitario. Pero ella, al igual que hacía con sus alumnos, me había enseñado a leer entre líneas, a captar el matiz oculto de las palabras empleadas, a oír el silencioso grito de auxilio para empatizar no solo con aquellos genios de la escritura a quienes la desesperación había empujado al aislamiento, la bebida o el suicidio, sino con todas las personas que compartían la misma agonía insondable. Fue así que llegué a comprenderlos, a comprenderla, y solo entonces pude empezar a ayudarla.
Emocionado, le di las gracias a la joven.
-No, señor -respondió mientras besaba a su profesora en la frente sin arrugar el gesto-. Gracias a ella.
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