La extravagancia de Amadeo presagiaba un destino fielmente trágico. Sus maneras delicadas y su desvarío innato convivían en paralelo en una existencia inusual. Ascensores internos le transportaban hacia cielos de azules imposibles y el peso de una felicidad hueca le sumergía en infiernos de realidades mundanas, a menudo, insoportables. Su porte, en otro tiempo impecable, fue devorado por chaquetas aladas oscuras y tenebrosas que ahora le cubrían el cuerpo, como un ángel negro. Y así se paseaba por el puente de la Esperanza o de los Suicidas según quién caminara por él.
En su estado de paranoia, el gato de Amadeo rugía como un león y en su vuelta al común sentido de la normalidad ese león se dejaba acariciar y se sentaba en sus fémures artríticos como un vulgar gato de calle, meloso por la hambruna. Era Amadeo compositor de sinfonías inacabadas. Sufría, según él, de un trombo existencial. Escribía sus composiciones en lugares diversos en función de dónde se encontraran él y su musa, que se había vuelto esquiva y arisca, en el momento de la inspiración. Su sinfonía favorita era la número 0. Le daba motivos para alargar su vida porque siempre estaba por terminar. En el espacio que quedaba entre su locura y su sensatez Amadeo lanzaba una pelota cuadrada para que su gato se la devolviera. El gato nunca la cogería. Así, el juego se convertía en infinito. Coleccionaba Amadeo siluetas de las posturas de los suicidas y también palabras que nunca diría porque no les encontraba ubicación en su día a día, en su tarde a tarde, en su noche a noche.
Añoraba Amadeo de su imaginario personal recuerdos hechos de arquitectura efímera y frágil. Tuvo mucho tiempo un amor platónico. Ese amor era él mismo. Pero dejó de quererse. Anhelaba salir de esa lata-cuerpo en el que estaba envasado. Y dejó entrar en su habitación de los proyectos la idea del suicidio y se paseó por el puente. Pero optó, a modo de prueba gratuita, por tomarse la pastilla verde para volver al mundo de eso que llaman gente. Y permitió que una mano ajena, con buenas intenciones, le guiara por ese otro camino por el que que Amadeo nunca pensó andar. Un camino en el que ir dejando su angustia, su inquietud, su pena, con una meta alcanzable, vivir. Y se desprendió de su traje negro alado para hacer con él trapos para quitar el polvo que deja el reconocerse tan mortal y corriente como el prójimo.
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