Está sentado en su sitio de siempre con su batín de siempre y su camisa de casi siempre. El batín, del mismo color que sus ojos, deja entrever en su abertura los grandes cuadros de esa camisa que a ella le vuelven a recordar a un leñador canadiense. En la mesa, el periódico abierto y la cerveza de siempre. Los dedos, apoyados sobre la hoja, siguen inmóviles, también su boca, la mirada se pierde entre palabras impresas sin pasar la página, la cabeza agachada, la voz apagada como siempre. Los ojos de ella se acuestan entre las canas de él, exclusivas sábanas de hilo blanco.
De pronto, un golpe, un portazo. El corazón brinca. Lo sabe, ya viene. Sus ojos se levantan sobresaltados, abandonan rápidamente el cálido lecho improvisado. Ya no le da tiempo, ya es la hora. La esposa del leñador está sin asear, sin vestir, sin peinar. Ya no puede tirar nada, no puede vaciar nada. La hija entra como un torbellino, deja un ramo sobre la mesa y otra vez con lo de siempre. Agarra el pastillero, lo revisa con rabia, desplaza unos milímetros con sus dedos todas las pastillas intactas de la semana, las repasa en voz alta; y mira a la madre, que calla, que no quiere pastillas, que olvidó que hoy iría a visitarla. Y otra vez los reproches, otra vez olvidaste tomarlas, otra vez con amenazas. Pero diga lo diga, ella no se mueve de su casa. Otra vez intenta decirle a la hija que con las pastillas vuelven la pérdida y el dolor, la losa en el pecho y la falta de aire, las manos dormidas y el llanto. Pero ahora, sin nada que la atonte, le cuenta que prepara el desayuno para los dos, que barre su puerta, que va al mercado, que nunca se olvida del periódico ni de sus cervezas preferidas; y de regreso, hasta habla con alguna vecina para interesarse por su familia. Y luego en casa, mientras cocina, se disculpa con él por la tardanza y le cuenta cómo está el hijo de Encarna.
La hija vuelve a mirarla con pena y con un poco más de calma. Le ayuda a ponerse la falda, la sienta, la calza, le atusa el pelo y deja allí sus dedos unos segundos para acariciarla. La madre la abraza agradeciéndole que ya no esté enfadada. Ya en la cocina, la hija coge el ramo dedicándole al periódico y a la cerveza sin dueño unos segundos de rabia. Le pregunta a su madre si recuerda que hoy es la misa funeral del primer aniversario de padre, y la esposa del leñador asiente con los ojos en el hueco del sofá. La hija desesperada le aclara que antes irán al cementerio a dejar las flores y limpiar la lápida, y antes de marcharse, la madre se gira y mira a su marido que no habla, pero sigue en el sitio de siempre, con su batín de siempre y su camisa de casi siempre.
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