Estoy ante la última carrera de mi vida.
Yo que, a mis 47 años, he gozado del estatus de una vida saludable. Deporte, abstemia, sin humos, sin grasas y hasta el gluten me quité, porque me salían granitos en los brazos.
Mis conocidos, en este minuto exacto, se están preguntando cómo he acabado aquí. Me separan de la libertad cuatro paredes blancas, lisas, sin más decoración que un crucifijo y un cristal doble, al que le falta una pasada con un buen producto de limpieza.
Este es el último gran paisaje que mis ojos van a ver, ríanse del Amazonas.
Los últimos sonidos que mis oídos escucharán.
El último lugar en el que mi voz sonará.
Me escuecen los ojos, creo que voy a llorar pero tengo los brazos inmóviles, llenos de cables para mantenerme viva, y si acabo llorando lo sabré por la humedad en mis mejillas.
Esto hace tiempo dejó de ser vida.
Llamo a Juan. Tengo que mantener esa conversación con él y espero que lo comprenda.
Juan se ha ido a pelear por un derecho que me pertenece. Aunque la legislación ya lo permita, en este hospital de religiosos dudo que esté muy bien visto pedir voluntariamente la muerte.
Una sabe cuándo tiene que dejarse morir. Suena duro en mi cabeza, pero es la realidad. Son tres años esquivando balas y ésta, en forma de metástasis al hígado, es más fuerte que yo.
Me consuelo pensando que puedo preparar el inicio del duelo. Voy a pedirle a Juan, mi marido, que llame a las diez personas de las que me tengo que despedir. A tu boda invitas a doscientos comensales, a tu muerte no necesitas más que diez. Quizá incluso me estoy excediendo.
Encarna se enfrentará a lo peor que le puede pasar a una madre, la pérdida de una hija. Quiero decirle que no se entierre viva ya que sus pasos serán los que guíen mi luz hacia ella, procurando que el mundo no le vuelva a maltratar.
Mis pequeños, Jesús ya tiene 19 años y este golpe hará que madure antes, le diré que aprenda lo difícil que es rozar la felicidad y que cuando la alcance, la respire hasta que sus pulmones duelan. Martín solo tiene 12 años, mi dulce niño no puede comprender lo que está pasando, así que le voy a pedir que me lea el cuento que yo le cantaba para dormir.
A mis tres hermanas les encargaré tres deseos, que cuiden de la familia que dejo atrás y arrullen, como golondrinas, a todo aquel que pronuncie mi nombre. También les daré las gracias, por todas las guirnaldas que pusieron cada 23 de febrero, por mi cumpleaños.
A Juan, tan solo un beso. No necesitamos hablar para entendernos y realmente, lo que necesito es besarlo antes de partir.
Al final, me sobran tres huecos. Creo que voy a estar tan cansada y sobrepuesta emocionalmente, que lo dejaré ahí. El resto deberá comenzar su duelo sin mí.
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