lunes, 23 de mayo de 2022

Aprendiendo a vivir sin ti

La primera vez que salí de casa y noté la luz del sol en mi rostro, supe que estaba empezando un nuevo camino. Casi era verano, pero yo había eludido la primavera, en reclusión, a causa de una profunda depresión. Esos primeros pasos fueron la aceptación de que alguien a quien tanto quise, se había marchado para siempre.

No olvidaré el día que recibí la noticia. Cuando Saúl se me acercó y me miró, en silencio, con esa expresión que lo dice todo, y no dice nada.

—Miriam —alcanzó a murmurar, con lágrimas en los ojos.

—Qué pasa con Miriam —. Una frase que salió con tanta naturaleza como falta de delicadeza. Todo pasaba con Miriam. O quizás, ya nada.

Las lágrimas brotaron sin que pudiera siquiera ser consciente de que estaban cayendo. Grité. Corrí en su busca, repitiéndome que era mentira. Que me estaban gastando una mala broma. Toda mi vida pensé que las bromas pesadas sobre la muerte de alguien eran de mal gusto. Y, sin embargo, solamente alcanzaba a desear que me estuvieran gastando una de esas.

Cuando la madre de Miriam me abrazó, llorando desconsolada, algo hizo clic dentro de mí. Entendí que era cierto. Que Miriam se había ido para siempre.

Los días siguientes se han desdibujado en mi mente. Amigos llorando, funeral, gente hablando de la importancia de la salud mental. Si trato de recordarlo, siento dolor, cansancio y algo de confusión. A veces, me parecen retazos de una película antigua.

Al cabo de unas semanas, comencé a sentir rabia hacia Miriam. Porque, me repetía, Miriam podría haber acudido a nosotros, como tantas otras veces había hecho. Pero decidió marcharse. No se paró a pensar en lo mucho que todos estábamos sufriendo por su falta.

Durante un corto período de tiempo, traté de vivir ignorándolo. Pero, pronto, comencé a caer en la depresión que me encerró en las rejas de mi propio hogar. Ya no culpaba a Miriam, porque yo podría haber hecho algo. Podría haberlo evitado. Podría haberme esforzado más. Ni el día más soleado, ni la noche más divertida conseguían llenar el fuerte vacío que notaba dentro de mí. Nada conseguía silenciar la culpa, las noches sin dormir, sin parar de pensar. De fantasear con viajar en el tiempo, y cambiarlo todo. El culmen llegó cuando no era siquiera capaz de salir de casa.

Tuve suerte de contar con Saúl, y con profesionales que me ayudaron a superar poco a poco esta pérdida. Que me tendieron la mano en el largo camino, y me llenaron de cariño cuando comencé a pensar que Miriam había tenido la clave para acabar con el dolor.

Hoy, saliendo a la panadería, comienzo a vislumbrar esperanza.

Ahora sé que también lleva tiempo comprender que, cuanto más grande es la herida, más tiempo tardará en sanar. Comprender que su dolor era inaguantable para seguir viviendo. Y que el dolor no desaparecerá. Pero, con el paso del tiempo, sabremos convivir con él.

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