Verano y la temperatura de la ciudad supera los treinta y cinco grados a la sombra.
Almuerzo con mi madre.
Nunca, tuvimos un mediodía de febrero a solas, por Buenos Aires.
Nos encontramos en la puerta de su casa a las dos de la tarde.
Ella baja con un solero floreado sin mangas.
Mamá tan coqueta y detallista en su pelo, su ropa, su impronta joven de mujer madura.
El vestido es precioso, fresco, ideal. Está incómoda, no tiene mangas y es apenas escotado. Siente sus brazos flacos y flácidos sin gracia.
Para mí le queda pintado. Envidio esa silueta de modelo de pasarela, estilizada, que la redime de cualquier ridiculez llegado el caso.
Me da mucha ternura verla caminar agarrando la cartera con la que tapa medio cuerpo.
Mi madre está sola, en duelo por la pérdida de Papá: en dos años tuvo que acomodar sesenta con muy poco tiempo; ese loop de las despedidas involuntarias: cuando aceptamos la realidad sin aceptarla del todo.
Caminamos dos o tres cuadras y llegamos a un viejo galpón de ferrocarril, ahora, un atractivo polo gastronómico.
Nos detenemos en un puesto de flores,
Le pido a Mamá que se acomode para hacerle una foto, y ella tan mañosa me dice que no, porque insiste con sus brazos " no están bien", dice. Tan fanática de la estética y de lo perfecto.
Y yo tan desobediente. Aprovecho la primera distracción de mi madre y, logro la toma.
La estampa de su solero combina perfectamente con las flores del stand, una continuación armónica.
Inmortalicé, casi sin saberlo, mi última tarde con ella.
Tres meses más tarde, en el domingo de pascua, un bocado maldito le quitó la vida en mitad del almuerzo en un restaurante.
Me avisaron por teléfono y no llegué a verla.
Hasta este momento, en que miro su foto y la abrazo.
La muerte es algo así como un viento negro que cruza una puerta derecha al vacío.
Es aire helado que paraliza, que nos convierte en autómatas por un tiempo hasta recuperar sentimientos. Ese fue mi caso. El estado de shock por el que transité durante seis malditos meses: intentando disimular lo indisimulable, el dolor.
Perder a mis padres definitivamente.
Mamá amortiguaba la ausencia, el duelo, la familia aún reunida y con ella, la partida de una realidad tan fatal como única. Los padres un día se van y con ellos, nuestra frescura.
Y desde agosto hasta octubre tumbé en una cama, llorando, puteando y maldije por no tenerlos más conmigo, acá en esta necesidad de amparo.
Hasta que pedí ayuda. Nadie puede solo con la tragedia. El shock de la pérdida me dejó sin pestañear cuatro meses, caí en la cuenta de que ella no regresaría y gracias a los ansiolíticos, mi voluntad y mi familia tomé coraje. Seguí adelante con su recuerdo.
Pasó un año ya, cada tanto recurro a la foto, verla con su solero sin mangas, tan juvenil, tan rubia y fresca.
Inmortal.
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