Hace días te fuiste para siempre. Tu recuerdo ocupó sin permiso cada parte mi cuerpo. Es como un inquilino que no paga el alquiler, pero me pasa factura.
Algunas veces no me creo que esté ahí encerrado cuando hace solo unos días estaba dándome la mano. Ahora, en ocasiones, recordarle me da dolor de cabeza.
Aunque el dolor no siempre está instalado en mis pensamientos. Otras veces el recuerdo toma forma de ira y se me coge un nudo en el estómago. La impotencia me recuerda que no estás en carne y hueso, donde yo quisiera que siguieras.
Este proceso es como una montaña rusa. Hay veces que los recuerdos se cuelan por mi boca, haciéndome reír a carcajadas. Sabes que eso solo puedes conseguirlo tú. Otras veces, en cambio, la culpa hace que apriete mis uñas contra mis manos hasta sangrar. Este sentimiento casi siempre provoca que me invada la pena y, esta vez, el nudo es en la garganta.
He decidido ir a un terapeuta para poder convivir con el recuerdo. No me seca mis lágrimas, sino que deja que corran, hasta vaciarme.
Con su ayuda y el paso del tiempo, se tiende un puente donde el dolor se transforma y el inquilino pueda cruzar hasta llegar al lugar de mi cuerpo que bombea feliz esperando el siguiente recuerdo.
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