miércoles, 25 de mayo de 2022

Sin resuello

Cuando crucé aquella meta me quedé sin resuello. Había sido mucho el esfuerzo y el calor padecido, pero sentí una liberación enorme, porque había conseguido que durante cincuenta minutos seguidos mi mente se liberara de la tristeza que me embargaba y de la sensación de vacío que dominaba mi espíritu.

Estaba deprimido por la muerte de mi padre. Me costó mucho asumir su pérdida. Al inicio, no creía que eso pudiera ser cierto. Recreaba decenas de veces distintos pasajes vividos en familia junto a él y no era capaz de imaginar mi futuro sin su presencia. Sí, sabía que la muerte formaba parte de la vida, pero nunca me paré a pensar en cómo serían sus efectos vividos de cerca.

Ahora tenía la sensación de que los mejores tiempos eran cosa del pasado y que ya nada sería igual que antes. Cuando me di cuenta de la irreversibilidad de la situación, sentí rabia por su desaparición y por los momentos que no pude disfrutar en su compañía, cuestionándome si podría haberle hecho más feliz actuando de otro modo, en incluso si le llevamos al hospital adecuado para el tratamiento de su enfermedad.

Pero el tiempo pasó y me convencí de que el paso inexorable del tiempo fue el que puso fin a su existencia y que más temprano que tarde hubiera sucedido, debido a su avanzada edad. No había responsabilidad por mi parte, concluí. Pero la sensación de vacío no desaparecía en mí. Tuve que ir al psiquiatra: no fue una decisión fácil. Los prejuicios pesaban en mi conciencia, aunque pude entender que no había razón alguna para ello. Que cualquiera podía pasar por una situación así. La muerte es una de las cosas que tiene: que iguala a todos.

Sabía que vencería a la depresión. Ya iba avanzando y lo notaba. Ya iba aceptando su muerte y aunque el dolor emocional por su pérdida siempre perviviría en mi interior, ya me sentía capaz de aceptar que no volvería a ver a mi padre, pero también ya podía experimentar alegría por esas pequeñas cosas que antes no valoraba de igual modo.

Mi vida iba por estos derroteros, como la carrera en la que acababa de participar: dificultosa, pero con la expectativa de atravesar la meta al final del recorrido. Por eso quería más. Quería sentir la libertad al correr, dejar la ira en el baúl de los recuerdos y pensar en la siguiente meta. Solo eso.

Y seguí corriendo. Y pasaron los años. Y tras muchas metas cruzadas, muchas de ellas sin resuello, siempre tenía presente la idea de aquella persona a la que amaba, cuando pasaba bajo el arco de llegada, a modo de recordatorio. Mis ojos miraban hacia arriba y mi mano se extendía al cielo, ante la mirada de los asistentes, que no sabían el porqué de mi gesto. Pero llevaba implícita alegría, no dolor. Siempre era mi victoria personal. Nunca era un dolor. El resuello era lo de menos en ese momento.

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