El mudo "Ella no, ¡por favor!
Mi sueño era recurrente y cada vez me costaba más salir de aquella pesadilla. Siempre sucedía lo mismo, y con esos tintes oscuros que no me permitían avanzar; y eso que se suponía que el pasado había cerrado esas heridas. ¡Mentira!
Me veía sentado en un sillón, en la habitación paralela al féretro de mi abuela, con el corazón encogido. No era capaz de articular palabra. Las lágrimas se habían quedado atascadas y eso no me ayudaba a reaccionar.
—¡Cariño, ven y merienda! No has comido nada en todo el día.
Una frase que, en mitad de los escalofríos del sueño, se permitía el lujo de desquebrajar el silencio de mi cabeza. Entre sombras se dibujaba el rostro de mi mamá, para invitarme a bajar a la cocina y alejarme de ese rincón en el que me estaba refugiando. Pero yo solo hacía tiempo para que mi yaya despertase, pegado a la pared contigua, y deseando oír su voz. Me atropellaban los recuerdos; eran como una estampida de imágenes. Se agolpaban sin pedir permiso sobre mis sentimientos, y cada vez dolían más. Yo, para diluir la impotencia, arañaba con las uñas el cojín sobre el que estaba sentado, apretando los dientes, y concentrado para maldecir a la mala fortuna que se había fijado en nosotros.
Pensaba que el estar solo me ayudaría a rezar, y así lograr un milagro que me la devolviese, pero ese momento no llegaba. No entendía nada. Me repetía una y otra vez: «un niño no puede vivir sin abuela, no es justo».
…En aquella desazón, que duraba ya varias semanas, siempre despertaba con las sábanas rendidas a la tristeza, arrugadas como mi ilusión. Una parte de mí se había quedado atrapada en aquel cajón de madera maciza. Y lo peor es que no había sido capaz de despedirme de ella; de mi baúl de consejos preferido. No fui capaz de ir ni a la ceremonia, y mucho menos a ese lugar en donde iba a descansar para siempre. Todo por estar asustado o solo por cobarde, o quizás por ambas cosas. Me enfadaba ver cómo todos habían olvidado y vuelto a la normalidad. ¿Cómo era posible? ¡Qué cruel!
… Una mañana de sábado, mi padre me invitó a que le acompañase para hacer una visita a su madre. Todo mi cuerpo tembló, dudé de si sería capaz de entrar en el cementerio. Pero, aun así, me subí al coche. Durante el trayecto, fuimos recordando las maravillosas cosas que habíamos vivido con Cristina. De todos sus besos, abrazos y carantoñas con los que nos había enamorado a todos. Por la boca de mi papá surgieron palabras de admiración hacía ella, frases que eran todas las emociones que yo llevaba guardadas en mi interior. Poquito a poco fui recobrando la sonrisa. Y cuando estuve frente a su lápida, solo pude abrazarme a su retrato.
…Han pasado veinticinco años y me sigo despertando con la misma impotencia de cuando era pequeño, pero feliz de ser parte de ella.
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