El acuario está muy tranquilo los martes, puedo quedarme viendo el tanque de las medusas todo el tiempo que quiera sin molestar a nadie. Son unos seres preciosos, con colores que generan transparencias y tentáculos que danzan al son de la corriente. Se dejan llevar por el silencio y las cálidas aguas que las rodean sin importar su destino. A veces se chocan entre ellas, percibiéndose como algo tan suave como el caer en una cama llena de cojines.
Hasta hoy no lo sabía, pero poco antes de cerrar se encargan de alimentarlas. Es curioso, ni siquiera se inmutan.
-¡Mira mamá! ¡Se lo va a comer!
Esa entusiasmada voz infantil proviene de la sala siguiente, alejándome de la muda musicalidad de las medusas para adentrarme en las fauces del tiburón tigre. Mis ojos, que creía vacíos, se llenan de un rojo vivo que me impulsa hacia la pared de vidrio, ignorando el cartel de "Prohibido tocar el cristal". Algún "malnacido" ha vaciado un cubo lleno de peces plateados para alimentar al gran tiburón. Se los va a comer. Los va a matar. Se los va a comer. ¿Es que nadie se da cuenta?
-¡Se los va a comer!- grito, con la esperanza de que alguien entienda la gravedad de la situación, pero las caras de admiración parecen inmutables.
Miro alrededor, pero nadie reacciona. Si no hago nada se los va a comer a todos. Comienzo a golpear con fuerza el cristal:
-¡Déjalos en paz!
Los escasos grupos de personas me miran con una mezcla de terror e indignación, pero no les veo. Necesito salvarlos. Escucho que alguien ha llamado a los guardas de seguridad. Mi pulso se acelera al darme cuenta de que me quedo sin tiempo, pero se frena en seco cuando un eco de las voces me hace darme cuenta de que el tiburón ya ha empezado su sangrienta cacería. Al ser una de las salas más grandes del acuario, tienen una zona con asientos para que los visitantes descansen mientras se quedan asombrados con atrocidades como esta. Me acerco a una de las sillas de metal, la levanto y la lanzo con todas mis fuerzas hacia el cristal. Los espectadores empiezan a gritar y huir de la sala, mientras que los guardas se aproximan, buscando algo en sus bolsillos. Me apresuro en recoger la silla y golpear sin cesar el dichoso cristal hasta que la presión del tanque hace que ceda ante las grietas. Agua salada me lanza hacia la pared, inundándolo todo. Rápidamente me encuentro a veinte centímetros del techo, pues las puertas de emergencia se han cerrado. El tiburón no se ha comido los peces por el momento de confusión. Extrañamente no me importa estar a su alcance, he cumplido mi labor. Cierro los ojos cuando el agua me cubre completamente, dejándome llevar por el movimiento del agua.
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