Te marchaste de la noche a la mañana.
Al principio, no me lo creí. ¿Cómo ibas a morirte de repente cuando la tarde del día anterior estábamos viendo Masterchef como hacíamos desde hacía años? Sin embargo, la cara la tenías fría y pálida, cuando tus mejillas siempre estaban calientes por el rubor que acostumbraban a cubrirlas. Apenas recuerdo los días siguientes a ese. Sé que hubo un velatorio y un funeral, un montón de frases cliché que poco ayudaban a enmendar mi confusión de lo que estaba pasando y, después, todo terminó.
O eso pensaba yo, inocente de mí.
La casa nunca se había sentido tan enorme y fría. El silencio que reinaba entre las estancias reventaba mis oídos y cuando encendía la tele me obligaba a bajar el volumen porque no me había dado cuenta que tu voz solía distorsionar el sonido que siempre subías por tu ligera sordera.
Una parte de mi se negaba a creer que te habías marchado. Aún seguía comprando tus yogures favoritos, el helado que siempre te encantaba comer después de cenar e, inconscientemente, pedía comida china para dos. Tenía la nevera abarrotada de cosas y la verdura y los restos se pudrían junto a mi moral y mis ánimos.
Te echaba de menos. Muchísimo de menos. Aún lo hago, la verdad.
Noté tu marcha especialmente una noche. Te busqué para enseñarte un vídeo tonto que había visto en la tablet, de esas que te hacían reír a carcajadas, pero cuando vi tu hueco del sofá vacío asimilé, de repente, que ya no ibas a volver. El mundo se me vino abajo en ese instante. Tu ausencia se acentuó más si cabía. Me aterraba el olvidar la forma ovalada de tu cara, tu olor a caramelos de menta y a colonia del supermercado, tu voz alegre y desafinada… Todo. Me entró un pánico irracional a perder tu recuerdo también, lo único que me quedaba de ti y que podía consolar esta soledad tan horrible e injusta.
Aún cuando mi cuerpo me suplicaba que me metiera en la cama y llorara hasta que no me quedaran lágrimas; me puse a limpiar. No tenía pensado tirar nada tuyo, es más, me preocupé de dejarlo todo bien ordenado, por si te daba por juzgar donde quiera que estés. Cuando me tocó limpiar la cocina, decidí emplearme a fondo y repasar la nevera y el congelador.
Y entonces lo encontré.
En el congelador dejaste caldo de pollo congelado. Tu caldo. El mejor caldo del mundo que yo nunca había sido capaz de replicar, porque tú siempre has tenido una mano para cocinar que hacías que todos nos chupáramos los dedos después de comer. Abracé el túper con desesperación, como si fueras tú quién estaría en su lugar.
Te habías marchado y, aún así, seguías cuidándome.
Nunca podré decirte adiós y siempre te echaré en falta, pero te prometo que, algún día, conseguiré cocinar un caldo de pollo la mitad de rico que el tuyo.
Te lo prometo.
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