Quiero tomarme mi píldora y no puedo ponérmela en la lengua. Mi mano se va hacia los lados y el Lithium termina en algún cauce de la alfombra. Lo recojo y, después de mucho batallar, lo ingiero. Todo iba por buen camino; con lentitud y certidumbre la respuesta al qué hacer se limpiaba de nubes. Dos tardes antes de año nuevo fui a la farmacia a recoger mi ración, y aproveché para surtir también mi alacena. Ya en la cola, una mujer casada que estaba delante de mí se arreglaba a cada instante el cabello que le rozaba las orejas, además buscaba poses para que yo gozase más de su perfil; incluso me pidió que le cuidase el lugar unos segundos. Regresó con un veinticuatro de 7UP y me agradeció, pero apenas pude balbucear un monosílabo. Pensé en comentarios o preguntas: It has been a beautiful day, Do you have children?… pero no me oí decirlos. Llegó su turno, luego el mío, y mientras caminaba a mi coche, la divisé abriendo la cajuela, y en el manejo a casa fui su amante unos meses. Entré al baño y el que estaba frente a mí miraba clara y mesuradamente. Antes de voltearme me guiñó un ojo y se sonrió. Tomaba el nuevo frasco para abrirlo cuando sonó el teléfono. Era Morton, lo había conocido en una de mis tantas internadas. Te invito a cenar, me dijo, ya estuvo bueno de abstinencias y de claustros. Viré hacia el espejo y la sonrisa continuaba. Me puse la chamarra y salí. El frasco quedó en la mesa intacto. Antes de la medianoche la ambulancia nos recogió en el restaurante. Me dieron doble dosis y estuve de zombi, dando vueltas, con muchos otros. Hace tres días me trajeron a casa. Me acaba de llamar la enfermera para hacerme las preguntas de rutina. Descanse por favor y no se olvide de tomarse su píldora. Le pregunté por Morton y me dijo que todavía estaba allá.
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