Mi hermano mayor, Pedro, ha sido siempre un gran lector. A él le gustaba leer a la noche cuando se acostaba y lo hacía hasta tarde. En mi infancia, en Montevideo, yo, que compartía dormitorio con él, solía protestar porque Pedro no apagaba la luz y no me dejaba dormir. Entonces, a Pedro se le ocurrió regalarme libros para que lo acompañara en la lectura. A partir de ahí, dejé de protestar y me dediqué a combatir dragones, liberar princesas, dar la vuelta al mundo, etc. Pedro me contagió a tal punto su pasión por la lectura, que yo apuraba la cena para meterme en la cama a viajar por el fantástico mundo de los libros.
Luego crecimos. A mí los temporales de la época me llevaron a dedicarme a las luchas políticas que terminé pagando con la cárcel y el exilio. Pedro se embarcó en otro viaje, uno mucho más complicado, más oscuro y más lejano. Desde joven, Pedro empezó a comportarse de forma extraña. De haber sido bueno para el fútbol, para las matemáticas y una promesa de futuro, Pedro pasó a ser un hombre solitario a quien se lo identifica principalmente por su enfermedad.
En mi última visita a Alicante, una tarde visité a Pedro. Fuimos al paseo marítimo de Playa San Juan y nos sentamos en el muro con unas cervezas y unos bocadillos. Todo iba muy bien, conversamos de la familia, del Real Madrid, de nuestra juventud en Uruguay, etc. Yo lo veía muy bien a Pedro, estaba contento y conversador, pero de pronto se puso muy serio y dijo: "Hugo, yo no sé si estoy loco, pero siento que nadie me entiende. Escúchame: 3, 7, 11, 13, 17, 21, 37 … ¿Qué te dice eso?". Pensé ¿Habría alguna lógica entre las cifras o serían números primos? ¿Qué quería decirme Pedro con todo esto?
- Mira Pedro, por más que lo intento, no le encuentro la lógica, discúlpame.
- Pero Hugo, ¿Cómo es que no entiendes?, es obvio. 3, 7, 11, 13, 17, 21, 37... Pensé que podría compartirlo contigo. Escucha: 3, 7, 11, 13, 17, 21, 37 … Concéntrate tarado..
Yo noté que el tema le angustiaba y pensé que, de seguir así, todo se podría complicar. Me sentía muy nervioso y temía una crisis a la cual yo no sabría responder. Me dije a mí mismo: "tengo que detener esto". Yo me sentía acorralado. De repente, casi sin pensarlo, sin tener ningún argumento, casi sin respirar, le dije angustiado: "Sí Pedro, lo entiendo bien, pero el 37 no me cierra, perdóname". Pedro se tornó asombrado con todo su cuerpo hacia mí. Estuvo así, sin moverse y sin hablarme durante un eternos segundos. Luego bebió un sorbo de cerveza y empezó a comer.
Los dos nos quedamos en silencio mirando el mar, disfrutando de la puesta del sol. Yo tenía el mismo sentimiento de mi niñez, cuando compartía aquellas noches de lectura con mi hermano Pedro.
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