Lo sintió apenas como una caricia. Recién cuando reparó en la superficie oscura del paragolpes contra sus pantorrillas se dio cuenta de que podría estar muerta. El conductor asomaba medio cuerpo afuera del auto para putearla con énfasis. No podía escucharlo. Los latidos de su corazón la aturdían. Terminó de cruzar y se apoyó contra una pared, se puso los anteojos de sol en plena noche, se largó a llorar.
Apenas veinticuatro horas antes le había dicho al Vikingo: no puedo seguir así. Él se dio por enterado con un movimiento de cabeza. Se le apagó la mirada, pero no preguntó razones ni intentó retenerla. Quiso saber por qué lugares andaría. Ella le respondió con vaguedad. Se despidieron con un abrazo largo en medio de un bar atestado. No debió abrazarlo.
La certeza de que tenía que irse le había llegado de madrugada. Había despertado de pronto luego de soñar que acariciaba a un perro albino, del tamaño de un caballo, con el que quería sacarse una foto. Alguien se lo impedía. Eran las cuatro cuando se despertó y pensó: no puedo seguir así. Había recordado la mirada del Vikingo, del color del tiempo, que en los días de sol la deslumbraban en verde musgo y la dejaban sin palabras. No volvió a dormirse.
Tal vez fue porque lo había extrañado demasiado. Cuando él viajaba y no respondía a sus mensajes sentía que había muerto. Es de vikingos, se decía a veces, atravesar el mundo sin dar noticias. Era la Penélope de un Ulises nórdico, frío como la nieve.
Lo había conocido un año antes. Lo descubrió por casualidad al levantar la vista del libro que leía entonces, sentado enfrente, en medio de la plaza pequeña a la que solía ir cuando había sol. La mirada del Vikingo había sido intensa, temeraria, pensó, en tiempos de feminismos televisados y pantallas móviles.
Se habían amado en un juego que de a poco la fue dejando con la sensación de haber perdido algo, no podía precisar qué. El sufrimiento había superado así al goce. Y por más que lo intentó, no logró cambiar de lugar las partes de esa ecuación.
Es un vikingo impermeable, razonó durante una noche corta de desvelo largo. Recordó otras veces en que se había alejado. Sus idas y vueltas habían dibujado marcas indelebles entre las dos casas, creyó una tarde, detenida en la vereda, cuando tuvo la visión del recorrido cuyo destino era él.
Su amor no estaba bien, se dijo, en la convicción de que una vida sin Vikingo era posible, aunque más opaca. Su amor era incorrecto, se convenció, como si las puntas de la felicidad y la desdicha pudieran separarse y dotarla de un vínculo más aséptico, menos riesgoso, más adaptado.
Ahora una pared, de noche, la sostenía. Unos anteojos de sol la ocultaban. Se preguntó si existiría algo capaz de derretir a un vikingo hecho de hielo. Se secó las lágrimas. Pensó en la superficie oscura del paragolpes. Y concluyó que no.
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