Lloro y sufro por la pérdida de alguien que pensé que siempre estaría ahí para mí, para hacerme feliz o para hacer de intermediaria de mi propia felicidad.
Sufro y niego que esto me esté ocurriendo a mí, que quede un espacio vacío en mi vida que antes cubría una de mis necesidades.
Niego y grito por la injusticia de mi pérdida. La pérdida de mis momentos pasados, presentes y mi proyección de una vida futura perfecta.
Grito rabia, grito miedo, grito impotencia y muero.
Me vacío de vida porque se me ha extirpado sin mi permiso y mi control la oportunidad de acercarme a la felicidad a través de esa persona.
Extraño y recreo los momentos pasados y me culpo de haberlos perdido.
Y desde ese vacío, experimento por primera vez la vida, que es muerte, que es enfermedad, que es sufrimiento, incertidumbre e impermanencia.
El duelo al dolor me permite llorar.
Esta vez reconociendo que la mayor pérdida la ha tenido alguien que ya no está.
Lloro y acepto que tal como ha sido ella, podría haber sido yo o cualquiera en este mismo momento.
Recuerdo los momentos pasados en los que le fui útil en la vida y los protejo.
Y me lleno de vida, al poder elegir, en este mismo instante sentir dolor, impotencia, enfado, frustración o fortuna, agradecimiento, amor, felicidad.
El cambio solo ha podido ocurrir a través de la muerte de mi propio estigma.
Me despido de mí, de mi "yo" limitado. Me despido de concebirme como una "enferma mental crónica" día a día, momento a momento.
Esa etiqueta ya no me sirve para designarme.
Voy a esforzarme por ser lo que quiero ser hasta el final de mi vida, hasta que deje de tener más oportunidades.
Me merezco aprender a vivir sin identificarme con la enfermedad.
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