El agua me llega al cuello, cubre mis fantasmas. Evito pensarlo y agito mi mano formando pequeñas olas, veo esa tormenta y veo la calma posterior. Me cruzo de brazos y hago un chasquido con mi boca. Mis ojos enrojecidos suscitan el llanto y los restriego inmediatamente.
Comienzo a frotar la esponja con espuma contra mi cuerpo, casi como un ritual. Sube y baja mecánicamente. Mientras más se acerca el recuerdo, más intenso se vuelve este rito rítmico, a lastimosas velocidades que manchan mi piel.
Me detengo abruptamente y suelto la esponja. El dolor se expresa a través de mis muslos, grita y se retuerce.
Sumerjo mi cabeza y aprieto mis párpados, el deseo de yacer dormida crece conforme pasa el tiempo. Oscuridad, todo se reducía a ella.,
Pero mi cuerpo, rogaba por ver una última vez el sol, sentir el calor en sus poros y quién sabe, tal vez dormitar en las nubes.
Abrí mis ojos bajo el agua. El resplandor era tenue y descuidado, la lámpara en el techo era solo un espejismo borroso y parecía lejano. Los sonidos del exterior se hacían añicos antes de ser percibidos. Estaba sola.
Me había entregado a la nada y, sin embargo, el todo me acechaba en el negro laberinto de mi centro. Respiro.
Observo las pequeñas burbujas, escalar el agua y desintegrarse, íntima y enteramente con el resto. Pienso en mí como una de ellas y me incorporo, me pongo de pie para abrazar la luz, absorber el aire del mañana. Me siento volar, con alas remachadas, más soy libre.
Y vuelo.
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