Un infausto febrero, gélido como una noche en un bosque escandinavo de película de misterio, se llevó a mi madre para siempre.
Estaba acompañando su cuerpo agonizante cuando entró la enfermera en la habitación, a ponerle un poco más de morfina. Desenchufó el respirador, sin advertirme de los últimos estertores, de la falta de aliento, de la nada que se cernía. Dejó de respirar pasadas las doce. Estábamos solas y estaba sola, y todo era cierto, aunque solo lo fuera en parte.
Ignoro si la gente acostumbra a informarse de ciertos protocolos sobrevenidos a la muerte, pero yo no estaba al tanto de cómo proceder, aún menos en los tiempos de la COVID.
Me dejaron, pues, a solas con mi recién fallecida madre. Madre que había estado enferma durante muchos e inacabables meses. Mi madre, que nos había enseñado a trasegar el duelo antes de pasarlo.
Porque el primer mazazo fue casi un año antes y nadie comprendió todo lo que pasó desde ese momento. Aunque había un riesgo presupuestado previo, ya había ocurrido en 2014, nos aferrábamos a su mala salud de hierro. ¿Cómo pudo pasarle a ella?
Durante ese periodo de tiempo en que la enfermedad nos dejaba exhaustos e irascibles a unos, y desvalidos a otros, las emociones sublimadas por la fatiga y la tristeza, se volvieron violentas, ponzoñosas y aún más lamentables. Nos espetábamos a la cara la ausencia, la presencia, la falta de aguante; aunque en realidad sólo nos servíamos de punching ball unos a otros ante la inexistencia de ayudas, apoyos económicos o sicológicos. Por supuesto el resto sólo veía pertinaz ensimismamiento en hablar del deterioro.
Se sucedieron las reuniones en las que buscábamos soluciones al naufragio moral, emocional, físico, familiar; para atajar el porvenir que cada vez era más hostil con los que nos empeñábamos en sobrevivir a una pandemia, a una enfermedad degenerativa, a un cáncer, a una depresión, al insomnio, a las tinieblas del olvido, a la ira creciente, a la desbordada incomodidad, a la impavidez de la administración, a lo infructuoso de no tener recursos, a la falta de empatía, a un cúmulo de adversidades, a las pulgas del perro flaco.
Nos ilusionaba una mejoría que no era, una esperanza que no se plasmaba en nada, y la ingenua creencia de que ser estrictos y rigurosos incluso en lo concerniente a no desfallecer, nos daría un tiempo extra.
No hay tiempos de descuento, no hay prórrogas, no hay planes B. De lo que sí hay montoneras, es aflicción, miedo, incertidumbre, dolor, y una pena infinita que te atraviesa con fuerza el corazón en cuanto cierras los ojos; y mientras los tienes abiertos, te atenaza el estómago.
Empero, nada que yo haya conocido hasta la fecha, es infinito o infalible.
Y resulta que ganó esta batalla una infección pulmonar que nadie preveía. Nos fulminó el silencio, suficiente para volver a escuchar el derrumbe a nuestro alrededor, para el que ya estábamos entrenados.
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