Mi padre tenía un huerto. Desde mi primera infancia lo recuerdo dedicándole todo su tiempo.
Por las mañanas salía temprano de casa. Se iba sin decir nada, con su vieja camisa y su pantalón de mahón con un cordel a la cintura atado.
Todos los días eran iguales, se sucedían tenazmente, sin descanso. Los domingos eran lunes. Yo me sentía mal al verlo persistir, así laborioso, implacable.
Cuando era muy pequeña algo no dicho pero sabido había sacudido a mi familia. Y en una época en la que no había dinero, ni existía el divorcio habían decidido guardar las apariencias y seguir adelante. Debió marcharse, pero era el sustento de la familia y se obligó a quedarse.
Como niña que era me gustaba espiar sus movimientos en casa. Sin ser vista, me escondía como ratón por los rincones. Así fue como pronto descubrí que mis padres no se recogían en la misma cama.
Su carácter solía ser agrio, amargo y a veces reaccionaba con arrebatos que lo hacían insoportable. Si se lo pedías te daba su sangre, pero también resultaba brusco, cruel, agresivo, malo.
No estaba hecho para la vida en familia y únicamente parecía encontrar paz ocupado en las faenas del huerto. Realizaba un esfuerzo excesivo y más que una afición parecía que se infligía un castigo.
Preparaba y mullía la tierra, repartía el estiércol a los futuros tomates, lechugas, pimientos, alcachofas y acelgas. Retiraba las hojas, eliminaba las malas hierbas, igualaba pequeños desniveles para las fresas.
Compraba las mejores semillas, aplicaba los abonos más recomendados, a cada labor dedicaba su tiempo y jamás estresaba a las plantas dándole a cada una lo que necesitaba. Y así a lo largo de todo el año, pues cada estación tenía sus propios cultivos.
Transcurridos muchos años, en un instante todo se borró. Se marchó como vivía, sin palabras, sin decir adiós. Todos los silencios acumulados se convirtieron en un grito atrapado por un nudo en la garganta. Una sensación de irrealidad me envolvió por mucho tiempo. El huerto quedó solo y abandonado.
Una mañana de otoño cubierta de niebla temprana, me acerco y frenéticamente arranco con las manos los amarillos hierbajos del suelo desnudo. Arranco las costras resecas de la tierra. Arrastro y apilo hojas y tallos, raíces y troncos. Me araño las manos pero no lo siento. Una lluvia fina cubre mis ojos que no pueden llorar. Y entonces grito.
Voy a volver, lo sé porque ya he vuelto. Hay lugares que curan, nos sanan, en los que cogemos aire y encontramos remedios.
Y ahora remuevo allí el terreno con su rastrillo, hago surcos con su hazada y planto tomillo de invierno, tomatillos de diablo, siemprevivas, no me olvides, limoneros, almendros y granados.
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