Estoy en una habitación a oscuras. No sé cómo he llegado hasta aquí, pero la identifico inmediatamente. Sé que he estado aquí antes. También sé que no me gusta.
No puedo ver nada. Incómoda, recorro las paredes ásperas con mis manos buscando a tientas la puerta, pero no logro encontrarla.
Quiero salir de aquí ya.
De pronto, una luz muy intensa surge de la pared detrás de mí. En ella hay una pantalla enorme que ilumina toda la habitación de un blanco espectral. Tras unos segundos de vacío, un ruido ensordecedor anuncia que va a comenzar la proyección. Me siento en el suelo inundada por un sentimiento de derrota porque sé lo que va a pasar a continuación.
Otra vez voy a contemplar la misma película, repitiéndose una y otra vez:
Yo hablando con mi padre por teléfono: mañana te llamo, papá- De acuerdo. Nunca más volvimos a hablar.
Estoy en la habitación del hospital frente a mi padre, sedado. Sé que es la última vez que lo voy a ver con vida y no sé qué hacer ni qué decir. No había pensado en que estaría nunca en esta situación y no tenía nada preparado. Pienso en mi madre, que está confinada en casa con COVID y le hago una videollamada para que se despida de él. Me tiemblan las manos mientras sujeto el móvil.
Después me quedo sentada en el sofá frente a él. No me atrevo a cogerle la mano. Así paso varias horas, sin ser capaz de irme y dejarlo morir solo. ¿Y si hubiera pedido unos guantes y le hubiese cogido la mano un rato? Mentalmente vuelvo una y otra vez a la habitación y pido los guantes… Pero ya no es posible.
Estoy en el tanatorio, completamente vacío, identificando el cuerpo.
Ahora recojo la urna, tan caliente que casi quema. La acaban de traer del crematorio. No me lo esperaba. El calor que desprende me hace ser consciente de que dentro está lo que queda de mi padre y me desborda la tristeza. La abrazo con todas mis fuerzas y me doy cuenta que durante toda la pandemia solo he podido abrazar dos veces a mi padre. Esta es la segunda y última vez.
Nunca sabemos cuándo va a ser la última vez.
Dejando la urna en el rellano de la escalera para que mi madre la recoja. No puedo acercarme a ella, ni abrazarla. Nos quedamos inmóviles frente a frente.
Cuando murió sentí alivio. Estaba sufriendo tanto que nos enloquecía verlo padecer esa tortura física y no poder hacer nada. Fueron 14 meses en los que cada día era peor que el anterior, cada semana surgía un obstáculo nuevo y cada mes hacíamos frente a una situación inaguantable.
Yo temía que mi madre muriera también de agotamiento. Por eso respiré tranquila cuando pasó.
Ahora es el recuerdo de ese sufrimiento el que me desgarra el alma y no me deja salir de esa habitación, por más que quiera.
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