Me llamo Verónica Errázuriz. Nací en Santiago, como mi padre, Marcial Errázuriz Espejo-Silva. Mi madre fue su segunda esposa, Emma Lindner, una joven por la que mi padre abandonó a su familia y que bebía los vientos por él. Nunca tuvimos mucho en común mi padre y yo, empezando por la diferencia de edad, y siguiendo con su insolente carácter, su ego inflado y su más que cuestionable moral. En cuanto pude emigré a España.
Fui a parar a Trasmiera, una comarca tranquila debido, imagino, a sus aguas medicinales. Colaboraba en un taller de grabado en Solares donde Marcos pasaba muchas horas. Trabajador abnegado, pensaba yo, pero su fervor era más por mí que por las planchas de cobre.
Cuando volví a Chile para presentarlo, mi madre fue hosca con él. Mi padre ni siquiera se molestó en venir a conocerlo. En las playas de Valparaíso nos sacudimos la arena y la decepción, y a nuestro regreso formamos nuestra familia de dos, empeñándonos a fondo en querernos y en renegar.
Me quedé embarazada con casi cuarenta años. Cómo he lamentado no haber tenido hijos antes. Diego nació en la semana veintidós. El pequeño Diego nació y murió a los ciento cincuenta y siete días de gestación.
Ellos vinieron desde Santiago. Mi padre se paró delante de mí, sin decir nada, sin mirarme. No se lo reprocho. Yo tampoco tenía ganas de mirar ni de ver. Un vientre irrefutablemente lleno el mío, con todos los síntomas de una embarazada; notaba las patadas en mi interior y me resultaba imposible dormir sobre mi panza por el temor de aplastar al bebé que ya no gestaba.
En el coche, a solas, podía gritar a conciencia, de rabia, de tristeza, de culpa, de horror, porque es necesario expresar el duelo así, vivamente, pero es incómodo para otros. No sabemos acompañar, porque es mucho más fácil juzgar y aleccionar, cuestionar el comportamiento de alguien que intentar comprenderlo. Escuché a mis padres en la cocina opinando sobre cómo me recreaba en mi dolor. Yo perturbaba la vida cotidiana que deseaban recuperar cuanto antes.
Reuní el coraje para pedirles que al final del mes regresaran a su casa. Volaron a Chile ese mismo fin de semana. Mi madre se despidió con un roce en la mejilla que intentaba ser un beso, y no hemos vuelto a hablar desde entonces. No es por maldad, ignorancia, desinterés. Es sencillamente por la incapacidad de enfrentarnos a la verdad.
Paseo por lugares oxigenados, luminosos. Hundo los pies en la arena de La Playuca, toco los árboles en el Sendero de los porqués. Intento recuperar algo de mi brillo, asimilando a la vez convivir con esa bola de pelo gris alojada en mi garganta. Durante el tiempo que me queda, de cuya fugacidad soy plenamente consciente, colecciono escenas en las que Diego está presente, no sea que un día no piense en él, y entonces se muera de verdad.
Ya no somos una familia de dos. Somos una familia de tres.
No hay comentarios:
Publicar un comentario