Saben bien lo que se siente desde un sofá, desde una cama donde las sábanas parecen telarañas trepadoras sobre los músculos doloridos de tanto pensar, tenía ocho años.
Me encantaba leer, jugar a sumas imposibles para una niña de tan corta edad, era tremendamente especial, divisaba desde el balcón la infancia clásica de unos niños en el parque, pero yo no era así y una parte de mi quería serlo.
Sabía que era diferente, las faltas ortográficas suponían un duelo, cruzar por las líneas equivocadas del paso de peatones era sucumbir a la posibilidad de perder a algún familiar, intentaba no creerlo, pero esos pensamientos venían a mi cabeza como un imán que atrapa a otro, no podía desprenderme de ellos.
Tras esos pensamientos, vino la pesadilla, sentir que no quería vivir, mi melena cada vez era más pobre, mis manos arrancaban pelo a pelo cada peldaño que subía para mi recuperación.
Era una niña lista y calva, cruzaba las puertas del colegio con miedo a que alguien descubriera mi secreto, necesitaba amigos y correr con la melena al viento, pero estos deseos eran cada vez más inalcanzables.
Mis días de ballet se convirtieron en visitas a psicólogos y psiquiatras, nadie comprendía qué sucedía, esa niña obediente, risueña y simpática se había convertido en un alma rota, en aquella época pensaban que era demasiado inteligente, que buscaba llamar la atención, y en realidad lo único que quería era morir.
No podía bañarme en el mar, las clases de gimnasia eran un suplicio, si una de mis horquillas se movía todos iban a descubrir mi secreto, no hubo amores a temprana edad, ni ir a la peluquería de día, mi vida estaba rota y sin remedio.
Nadie entendía qué pasaba por mi cabeza ni cómo controlarlo, ya tenía diecisiete cuando una mañana, mi abuela me suplicó que me levantara de la cama para ir al instituto y no podía moverme, ver su desesperación y mi imposibilidad, me hicieron con llanto y tijeras cortar cada mechón esa misma tarde.
En el suelo había una manta de pelo, sonreí y lloré al mismo tiempo, me había deshecho de mis cadenas; entonces, abrí la puerta y mi madre se echó las manos a la cabeza, una lágrima tras otra se deslizaba por sus mejillas y le dije: Soy feliz.
Durante el verano llevé una bandana, todos los que me conocían pensaban que había enfermado y en realidad, ese acto extremo para una adolescente, fue mi antídoto, partir de cero.
Ahora entendía los consejos de Mario, de Javier, de Carmen y tantos otros, mis especialistas. Me quedó claro por fin lo que me habían explicado desde la infancia, supe comprender que la medicina avanza y las pautas cada vez son más certeras; por fin pude empezar a deshacerme de esos patrones que marcaban mi vida, del pánico a la burla, del dolor de mis padres y del miedo a perderme de mi hermana, de las súplicas de mi abuela, comprendí que merezco ser feliz.
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