—Pero lo irás superando. A todos nos toca en algún momento, José. Así es la vida, ¿no?
Revuelvo el té humeante con lentitud, mientras paseo la mirada por el viejo local, poco concurrido a aquellas horas. Tras el gran ventanal se adivinan la calle de siempre, los árboles sin hojas, la fuente de la plaza, donde tres caballos de bronce se disputan con los chorros de agua la atención de los transeúntes.
—No es tan sencillo —respondo—. Me cuesta mucho aceptarlo. Era parte de mi vida. De hecho, la única vida que conocía. Hasta ahora.
—Pero ya no es así. Qué le vamos a hacer.
Detallo la hilera de botellas tras el mostrador, bajo un espejo enorme. Mi reflejo me mira, ojeroso.
—Y no tengo ánimos de nada. Me arrastro cada día hasta la oficina. Es como si mi cuerpo se quedara en casa y mi mente asistiera a la empresa. O al revés, no lo sé. Una gran mentira. Disculpa la sinceridad.
—Tú echa para afuera, que siempre fuiste muy callado.
Se me dificulta hilvanar las ideas; las madrugadas de insomnio acumulado pasan factura.
—Pues eso.
—Pues eso, ¿qué?
—Lo que quiero decir es que cuando has vivido siempre con tus seres queridos, no concibes otra forma de hacerlo. Han estado allí desde que naciste y punto. Los dabas por sentado, como los ciclos del día y de la noche, o la firmeza del suelo que pisas. No conoces otra manera de estar en el mundo. No sé si me explico.
—Y de repente un terremoto te cambia el mapa. Claro que te explicas, José.
—Pues eso —repito.
—¿Y qué piensas hacer?
Un leve entrechocar de copas; los gritos distantes de los niños en la plaza; la tarde que se despide.
—No lo sé. Ayer comencé la terapia. Veremos. En todo caso te agradezco mucho que me hayas escuchado. Sin querer, y a pesar de lo fuerte que ha sido, me preparaste durante años para este momento.
—Pero es más duro de lo que esperabas, ¿no?
—Mucho más. Quisiera salir de este pozo, pero ya, ya, ahora.
Silencio. Demasiado largo.
—¿Me permites que vaya un momento al servicio?
—Claro.
Al cabo de diez minutos no ha regresado aún. No me extraña; siempre fue así. Comienzo a impacientarme. Veinte minutos. Media hora. Una hora. No atino a buscarla; no tiene sentido. Por fin retorna a la mesa, sin prisa y sin hacer comentario alguno.
—Te tomaste tu tiempo, ¿no? —digo.
—No es tan malo; deberías probarlo.
Me mira sonreída, aunque triste. Ya la noche se pasea por la calle, lenta y pacífica; la fuente reluce bajo los faroles; no hablamos por un buen rato más.
—Gracias, mamá —digo.
—La agradecida soy yo, hijo, aunque ya no esté.
Levanto la mirada de la libreta. Dejo de escribir. No estuvo mal el ejercicio. Mi imagen en el espejo me examina de nuevo.
Por fin me levanto de la mesa, pago la cuenta y salgo del local.
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