Me senté en la mesa de siempre, contra la ventana. El garzón de siempre tardaba como siempre en traer el menú. No importó. En mi cabeza degustaba la orden de siempre porque no quería perder el sabor que habías dejado aquellas veces que compartimos las horas de refugio y amor sobreentendido. Pero esta vez algo había cambiado.
De pronto se abrió un túnel delante de mí; una calle con luces brillantes que se dirigían abriendo espacio a una escena diferente. Ahí de frente estás tú, que no me ves. Con la infinita ternura que siempre tuviste, besas a una niña rubia que debería ser mi hija. De espaldas a mí estoy yo, o debería estar. Es alguien que parece haber descubierto el mismo secreto, el que yo sabía que existía pero no quise dar a conocer mucho. ¿Estoy ahí? ¿Estuve ahí? Me pregunto cuándo fue que pusiste un parche sobre mi recuerdo y tendiste el puente que te dejó besarlo a él, o a mí en su versión. Cuándo fue que vio por primera vez tu cuerpo desnudo y decidiste que tu pecho amamantaría un pedazo de nosotros. –¡Papá!- interrumpió Mariana, -¡vine a visitarte!-. Volví. No entiendo por qué gritan tanto cuando se me acercan. Me senté con mi bebé adulta y le entregué su regalo.
Había estado casi diecinueve años escribiéndole un diario donde le contaba todo lo que iba sintiendo con ella desde su gestación. Me preguntó el por qué de esa crónica tan minuciosa y solo atiné a decir que en algún momento empezaría a perder la memoria. Mariana me miró raro. Lo que nunca mencioné entre esas páginas era que varios del linaje familiar habían empezado a mostrar signos de Alzheimer cuando yo era niño aún, y era de esperar que los genes me tocaran la puerta en cualquier momento. Para ser sincero, nunca pensé que duraría tanto tiempo en este plano compartido con el resto. Imaginé que a esta altura ya estaría dejando la cocina prendida o perdiéndome en las calles que tanto habíamos transitado los tres. Más allá de eso, una de las últimas cosas que describí fue el tortuoso camino de mi padre hacia la muerte. Empezó con algún que otro olvido, siguió con la incapacidad de medir ciertos actos, luego llegaron situaciones de peligro y finalmente terminó años divagando por mundos erráticos en una residencia para ancianos.
Íbamos todos los días a verlo, después menos. En los primeros tiempos aún tenía algo de contacto con la realidad, pero ya después, la calcificación de las conexiones neuronales impidieron de a ratos reconocer lo que era mover un pié para caminar o una mano para extender. Si hubiera sabido que dolería tanto no recibir más esos brazos que dulces y contenedores acunaban mi sueño, lo hubiera abrazado más. Y fíjate como es el miedo; ahora era yo quien rogaba a Mariana que no me soltara. -¡Hola papá, vine a visitarte!- dijo en voz alta. –Mariana- respondí. –Yo soy tu abuelo-.
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