Imagina que tu corazón es un agujero negro. Cada vez que te sientes enfadado, triste o abrumado, el agujero se expande. Con el tiempo, se vuelve más difícil de dominar y la luz empieza a desvanecerse.
Mi corazón se había transformado en un voraz agujero negro,
absorbiendo toda esperanza. Cada latido resonaba con la pesadez de una espiral hacia la oscuridad. Para ocultar este abismo, llevaba una máscara ante el mundo.
Mientras deambulaba por la ciudad, me topé con un callejón donde un enigmático mural susurraba historias de resiliencia y renovación. Las imágenes cobraban vida, revelando mundos donde las sombras se disipaban.
Este suceso marcó el inicio de una transformación para mí. Me sumergí en la búsqueda de apoyo, conectándome con comunidades que compartían experiencias similares. Aprendí que, aunque mi agujero negro parecía devorarme, el enfrentarlo con valentía y la ayuda de otros podían cerrarlo.
Al quitarme la máscara ante aquellos que entendían mi dolor, encontré un refugio en la autenticidad compartida. Mi vulnerabilidad se convirtió en un don mágico que construía puentes. Este viaje me enseñó que, incluso en la oscuridad más profunda, hay esperanza cuando compartimos nuestras cargas y construimos juntos la luz que nos guía hacia adelante
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