Le prometí a la abuela no excederme con los antidepresivos. En realidad, nunca me ha gustado ese sueño de mentira. Recuerdo la vez que me rescató de la cornisa, próximo a saltar al vacío. Nunca me reprochó nada. Solo me contó la historia de su vida, y me dejó crecer en medio de sus ojos y sus manos. Todavía siento esa ternura cóncava, esos dedos de arpa aún me hablan al compás de su mirada.
Los ojos de abuela eran dos amaneceres color caoba. Un patio grande colgaba en sus pupilas. Allí, ella me enseñó a reírme de la risa amarilla de la luna y a cerrar los ojos para oír mejor la luz de las estrellas.
Abuela lo sabía todo. Era como si ella hubiese nacido en un mundo ya vivido, donde los sucesos y las cosas se repetían, y solo era cuestión de hacer memoria para presagiar ese futuro que en realidad era su pasado. Abuela era todo un continente. Cuánto me alegro de no haber saltado aquel día.
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