Hoy mi memoria tejida al paso del tiempo me deja contar que mis padres se divorciaron cuando apenas tenía tres años, mi madre enfermó y murió poco después y mi querido padre contrajo nupcias de nuevo y me llevó consigo. Mi madrastra poseía un rasgo natural de autoridad, hablaba alto, con palabras que parecían truenos, era nula en respuestas afectivas. Me infligía regaños, amenazas, exigencias. En sus miradas no había dulzura, en sus gestos faltaba cariño. Mi padre se comportaba muy tibio y yo necesitaba respeto y afectos.
En la escuela advertía con claridad las insatisfacciones de mi infancia al ver las cariñosas madres como besaban con ternura a sus hijos; gestos que atizaron las llamas de mi angustia.
Con tanto sufrimiento me envolví en un mutismo impenetrable y desesperado tomé la decisión de no vivir un minuto más. Ingerí una sobredosis de pastillas. desperté en el hospital rodeado del cariño de mis familiares. El hecho revolvió conciencias. Se eliminaron contrariedades. Floreció el amor. Sentí un apoyo de vecinos, amigos y familia tan potente que resurgieron mis sueños e ilusiones y di gracias a Dios por su participación.
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