El suave sonido del viento solía darme aviso de la oscuridad que se avecinaba. Un grito que se convertía en dos, luego en tres, nunca en cuatro. Siempre me obligué a levantarme y cerrar la ventana antes de que sucediera. Mi padre murió poco después de escucharlo entrar, también mi abuelo y el padre de mi abuelo.
¿Qué o quién gritaba al anochecer? ¿Por qué? ¿Qué relación tenía con mi familia? Un misterio que estaba dispuesto a resolver antes de que acabara conmigo, con mi cordura.
Llegó el día. Seis treinta de la tarde y mis alarmas sonaron. Mi oído se agudizaba, mi piel se erizaba; mis ojos se clavaron en la pantalla. Observaba las múltiples imágenes de las cámaras de seguridad instaladas recientemente alrededor de la casa y esperé.
Esperaba el sonido del viento. Tan habilidosos se volvieron mis oídos, que censuraban cualquier ruido impertinente, esperé.
Esperaba la vibración en la ventana. Mi memoria espacial era precisa, aún sin luz podía navegar entre muebles y paredes como si fuesen parte de mí, esperé.
«¡Llega ya, llega ya, llega ya!»; me detuve naturalmente antes de repetirlo una cuarta vez. «Maldito número cuatro, maldito anochecer, malditos gritos», esperé…
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