Mi primer recuerdo vívido es uno no muy destacado en mi niñez, donde jugando en el patio de mi casa con una piedra me lastimé el brazo. Con toda la fuerza que pude la alejé de mí, donde no pudiera hacerme daño. Nuestra amistad terminó, me parecía injusto que al ser el mismo golpe para la piedra como para mi, a ella no le dolía, mientras que yo no podía parar de llorar. A mi rescate, por supuesto, llegó mi mamá, con ternura se sentó a mi lado y contribuyó a la causa de mi brazo malherido. Yo, por mi parte, me dediqué a sacarme los últimos mocos mientras ella me limpiaba como si fuera lo más valioso en su vida. Le conté mi nueva enemistad con la piedra, y confesé que mientras tenga esa herida, no me olvidaría de aquel fatídico día. Mi mamá sonrió, besó mi herida, y dijo "Nada es absoluto, nada es permanente…ni siquiera esta frase".
Cada vez que siento que la vida quiere arrebatarme la felicidad, viene a mí la voz de mi mamá, diciéndome que nada, por más doloroso que parezca, y por mucho que pueda doler, es para siempre.
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