Llevaba varios días sin comer ni beber cuando aquella mujer tan generosa me rescató del interior del motor de un automóvil. Su rostro fue lo primero que vi al abandonar la oscuridad. Antes de eso, mi vida no tenía ningún sentido. Abandonado por mi madre, sucio y lleno de chinches, lloré inútilmente. Tras muchos intentos por salir de ahí, desistí y llegué a pensar que no podía más. Me abandoné a los delirios y me dejé morir. Pero fue caer en las manos de ese ángel y renacer de nuevo en el amor y la alegría. Me llevó a su casa, junto a su pequeño hijo, un niño deprimido que sufría acoso escolar. Nuestras tristezas conectaron y nos hicimos inseparables. Ambos sanamos poco a poco, compartimos juegos, paseos y siestas. «El amor y el respeto de una sola vida puede salvar el mundo», pensé. Así lo hicimos. Dimos buen ejemplo. Él me acariciaba cada dos por tres, yo meneaba la cola y le lamía el rostro: cosas de perros.
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