Tomé con mi mano izquierda el frasco lleno de esperanza, como si fuera un tiquete de tren a una tierra desconocida, una tierra sin tanto sufrimiento, sin tanta presión, un lugar donde ese hueco que tenía en el centro de mí, al menos dejara de crecer. Tenía la esperanza, sobre todo, de una tierra sin ellos. Sí. Ellos eran tan observadores que encontraban defectos míos que ni siquiera yo conocía. Ellos que al verme llegar se reían a mis espaldas.
Sus risas me dolían, el recuerdo de la humillación, me hizo apretar más y más el frasco, como si en las pastillas no estuviera mi tiquete de viaje, sino sus rostros empequeñecidos, apreté tan fuerte que el frasco se rompió, sus rostros se esparcieron en el suelo bañado con mi piel y mi sangre, el ruido llamó a la docente que irrumpió en el baño, el tren había partido sin mí.
Unos días después pude hablar de ello, con mucho esfuerzo decidí cerrar el hueco y llegar a mi destino por otro medio, la docente, mis padres y mis amigos, que ya no eran ellos, me acompañaron, hoy muchos años después aún no sé cómo rompí el frasco.
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