Eché a andar hacia la estación. El camino, hecho de pesadumbre, era sinuoso. La tristeza me seguía a todas partes. No se marchaba a pesar de rogarle que se fuera. Logró que la felicidad huyera. En esa senda que yo percibía agrisada, no veía árboles, y los había, no sentía la calidez del sol, y el sol estaba, no olía el olor a campo y el aroma a campo flotaba en el aire. Todo sabía a hiel. Andaba con la cabeza gacha como si el cielo estuviera bajo mis pies.
Frente a las vías sentí que la muerte me agarraba y me obligaba a ir con ella. Pasó un tren. Una niña me sonrió y me saludó con su manita. Se parecía mucho a mí cuando era pequeña. Fue cuando sentí que la vida, hecha del afecto de los que me querían, me cogía del brazo y tiraba de mí con ímpetu. Di media vuelta. Miré hacia atrás para cerciorarme de que el pasado no me seguía. Continué andando. Al final de ese farragoso camino me aguardaba la esperanza.
Mi pena construyó ese pasado que, ahora, agonizaba. Mis manos lo deconstruyeron para crear un futuro. Sentí el olor a vida.
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