No era consciente de cuando se le había metido el diablo en el cuerpo. Pero sabía cuándo había entrado el ángel que podría acabar con sus demonios.
Fue la vez que sus tíos, para aliviar a sus padres durante un rato de la apatía y el sufrimiento de su hijo, lo llevaron a un concierto. Era en una iglesia desacralizada. Había un piano, un violín, una guitarra y una soprano.
Aquellas notas, las excelsas melodías que se elevaban por los muros de piedra hasta las bóvedas góticas, acompañados de luces vibrantes, un espectáculo multisensorial, le tocaron la fibra, aquella que desconocía tener y donde la sinfonía le acarició el corazón hasta hacerle levitar por encima del suelo, más allá del cielo. Entonces supo que lo único que tendría sentido en su vida a partir de ese momento, era la música. Quería aprender a tocar algún instrumento, conocer todos los géneros musicales, la historia, escuchar música a todas horas.
Nunca más estuvo solo. Jamás volvió el demonio y si lo hizo, una canción, una melodía era capaz de alejarle como alma que lleva el Diablo.
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