Noches malas, días peores. Quiero, pero no puedo. No quiero. Tengo miedo y angustia. Me siento sola, muy sola. No puedo más.
Las paredes se encogen, el aire se torna irrespirable, las conversaciones se alejan, la gente me aterra. Mi familia no me entiende, no saben qué me sucede, quieren ayudarme, pero no conocen el camino. Probablemente, porque ni yo misma lo sé. Puede ser, tal vez, alguna herida de infancia, o no. Quizá, el causante de mis males sea el trabajo, mi propia familia, mi vecino del quinto… quizá todo o quizá nada. Alguien, supongo, sabrá. Yo no. Soy una desconocida para mí.
Transitaba a diario por el abismo abrumador de la incertidumbre, del miedo a no ser. Me desgastaba y hundía inexorablemente.
Sin embargo, por ciencia infusa, inspiración divina o, como quiera decirse, un día de esos en los que la desesperanza y el final parecían el principio, de repente, mis despistadas neuronas, lanzan un mensaje: ¿Y si...?
¿Y si las cosas mejoran? ¿Si me reconcilio conmigo misma, puedo volver a sentir felicidad y, como decía Sabina, quiero que el fin del mundo me pille bailando? Pues entonces: ¡Adelante! ¡Baila! Baila como yo bailé.
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