Lo peor no es el diagnóstico, al final eso no es más que una palabra que se ha inventado un médico. Ni la necesidad de tomar pastillas quizá para siempre, a eso también te acostumbras. Lo más duro es la condescendencia de los demás, que a veces da la impresión de que estuvieran mirando a alguien de otro planeta. «Ay, pobre...», «¿Y cómo ha sido?», «¿Cómo lo estás llevando?» y otras tonterías semejantes.
Pues lo llevo muy bien, la verdad, y así se lo digo a quien me pregunta. Claro que hay cosas que no puedo hacer, pero como todos, que de los de mi pandilla no hay ninguno que valga para los Juegos Olímpicos, y a los que me miran con la ceja levantada no los aceptaría la NASA. A mí me ocurre igual: hay cosas para las que valgo y cosas para las que no, y a estas últimas no les doy más vueltas. Ahora, con las primeras soy enormemente feliz, disfruto, me esfuerzo y me realizo todos los días.
Pues ya está.
Porque, digo yo, ¿para qué hemos venido a esta vida, al fin y al cabo, sino para ser felices?
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