A las cuatro de la mañana suena la alarma, mis piernas exhaustas quieren descansar un rato más, pero mí obsesionada mente se despierta paralizando el inexorable dolor. Mí madre plácidamente duerme. Mientras tanto agarro las escondidas robustas pesas debajo de su cama y me dirijo al living. Primero caliento el frágil cuerpo, luego lo trabajo hasta el desgarro. Así pues el excitado gato comienza a maullar como si buscara hembra a la cual apañar "Cállate maldito" lo encierro en el baño, y prosigo con el confortante entierro.
Sin embargo comienzo a marearme, las piernas me tiemblan, los ojos se borran y el cuerpo cae. "Despierta hija" "¡Por favor no me dejes" "¡Despierta!" El rostro ojeroso y negro de mí madre desbordado de lágrimas recae en el mío. "¡Estás viva!" "No ha pasado nada". Mentira, todo paso, había pasado.
Desde aquel circular tiempo, el plato de alimento ha sido llenado de tratamientos y citas al médico. Sobre todo, del renovado temor de volver a aquello: a no despertar y ver a mi madre presenciando mi cuerpo reposar.
Así es como mis ojos ven nítidamente, la cabeza calma el cuerpo y las sábanas se someten a los mimados ronroneos del gato.
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