Mi vida era un descalabro, para mí y para mis familiares y amigos. Tenía que acabar con mis complejos e inseguridades para siempre.
Caminé por el lateral de aquel largo puente y, justo a la mitad, me detuve dispuesto a saltar al río. Como no sabía nadar, no habría escapatoria posible. Coloqué las manos en la barandilla y miré al cielo. Y justo cuando estaba a punto de despedirme de tanta desesperanza, sonó mi teléfono móvil. Quise rechazar la llamada, pero un hálito de curiosidad me venció. Bien, mi suicidio podría esperar unos segundos.
Era mi exnovio Héctor, al que no veía desde hacía dos años. Estaba deprimido, e iba a lanzarse a un río desde un puente.
–¡No saltes! –le rogué.
–¿Por qué, Luis? No hay nada por lo que luchar –repuso, alicaído.
–¡No saltes! ¡Hazme ese favor! ¡Necesito contarte algo muy importante! ¡Luego haz lo que desees!
Héctor accedió. Y mientras yo abandonaba mi puente en dirección al suyo, fui inventando una historia de amor imposible que todo lo supera, una mentira llena de verdades, una ficción sincera que pudiera convencernos a ambos de que juntos podríamos afrontar todos los desafíos de esta vida.
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