En cuanto el semáforo se puso en verde Diego empezó a cruzar la calzada. Aunque llegaba tarde a clase sus piernas no podían ir rápido. Mientras notaba la mirada de los ocupantes de los coches que aguardaban a que su semáforo se pusiese a su vez en verde, las piernas no le respondían. Si avanzaba la izquierda la derecha se quedaba encallada y a penas superaba a su compañera. Se tropezaba y frenaba continuamente. Este tormento pasó en cuanto cruzó. Ahora tenía que afrontar un nuevo problema: entrar en el aula cuando la clase ya había empezado. Sus 40 compañeros, dirigirían la mirada hacia él mientras el profesor le recriminaría su retraso. La única solución era no entrar. Pero entonces tendría que enfrentarse a la ira de sus padres, que no entenderían la odisea que le suponía una tarde cualquiera, porque Diego era incapaz de contarles lo que le pasaba. Alguna vez había fantaseado con quitarse de en medio y acabar con este sufrimiento continuado, pero no le duraba tanto la idea: no solo no se atrevería a ejecutarla, enseguida encontraba el motivo principal para no hacerlo: la lectura de sus libros. A Diego, literalmente, la literatura le salvó la vida.
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