Nacían en la niebla y morían en ella.
Se hacían llamar los Perfectos, y al cumplir la mayoría de edad consagraban el resto de su existencia a la construcción de torres. Su fin era alcanzar la única estrella que alumbraba el firmamento. Todo aquel que lo consiguiese le sería concedido cualquier deseo y riqueza que pudiera imaginar.
Aquellos seres, poseían una habilidad especial que les permitía moldear la bruma que cubría esas inhóspitas tierras. Por lo que condensaban aquella niebla para construir sus torres. Las más altas y esbeltas pertenecían a los Perfectos más admirados. Unos guantes recubrían sus brazos, simbolizando su estatus. Eran conocidos como los Enguantados. Todo el mundo aspiraba a ser como ellos.
Los Perfectos pasaban el resto de sus días en la torre que cada cual edificaba. Estas carecían de puertas y ventanas. Entonces… ¿Quién iba a imaginar que dentro de una fortaleza tan imponente podía habitar una persona que sufría en silencio? La frustración y el dolor que reprimían debilitaba su habilidad para condensar la niebla. Eso era lo peor que podía pasarles, ya que su torre nunca sería lo suficientemente alta como para llegar hasta la luz de la estrella. Por ello, la única forma de recuperar sus poderes era hacerse pequeños cortes en las muñecas, liberando el sollozo que no podían articular en palabras. Pues de hacerlo, la torre se disiparía y se convertiría en lo que siempre fue. Niebla.
A fin de cuentas, lo más importante siempre fue construir la torre más grande, perseguir una estrella ficticia olvidando la luz propia, seguir ocultando que los Enguantados, aquellos a los que todo el mundo aspiraba a ser, poseían las manos y brazos con más cicatrices.
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