Ya no puedo más. Despertar es un suplicio. Me pesan los párpados como si un elefante estuviera sentado sobre ellos. Mi cuerpo no responde. El despertador suena y suena. Lo apago. Debo darme un baño para ir a trabajar. Lo logro. Cumplo con llegar a la oficina. Cabeceo en el escritorio. Estoy cansada. Mis piernas están aletargadas, como si hubieran cabalgado miles de kilómetros a lomos de un buey. Quiero dormir y no despertar. No quiero sentir esta presión en el pecho, me falta el aire, todo es gris. Me aburrí de tomar medicamentos. Me dejan atontada, más lenta y con mucho sueño; hace días que no los tomo y no noto ninguna diferencia. Pensé que estaría mejor sin ellos, pero no ha sido así. Suena el teléfono. Es mi madre. Le contesto y me arrepiento de inmediato. Me cuenta que viene de visita, que me extraña. Yo rompo en llanto. No sé por qué. Ella me habla, yo no entiendo lo que dice. Mis compañeros de oficina al verme me rodean, me abrazan. Alguien recoge el teléfono y lo escucho hablar con ella. «No estás sola», me dicen y me confirman que mi madre viene en camino.
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