El hombre grita como desquiciado. Le repite a su esposa Isabel que no lo reconoce como suyo. Desde hace dos años las sospechas se hicieron constantes. Hoy lo sabe. El instinto no le falla. Ella se empecina en que no puede arrancarlo de esa manera de su vida. Pero la salud mental del hombre no le permite ver las cosas con claridad. No entiende que, sin él jamás volverá a ser el mismo. Alguna vez llegó a amarlo y hoy cometerá esa atrocidad. Isabel trata de tranquilizarlo cuando él saca la sierra eléctrica de la bodega, y se dirige al cuarto: "Piensa en nosotros, nos amamos. ¿Qué haríamos sin él?" Se interpone antes de que llegue a la habitación. La puerta está cerrada. Forcejean. Él amenaza con golpearla. La empuja hacia un lado. Abre la puerta, entra y pone el cerrojo por dentro. Isabel patea la puerta, intenta entrar por la ventana, llora y suplica por horas. No puede hacer nada. La decisión está tomada. Un grito desgarrador. Ella se desmaya. Al recuperar el sentido, sale de la casa para pedir auxilio. Los vecinos derriban la puerta. Miran la escena perturbadora. La sangre está por todos lados y el hombre, en la cama. En el suelo, su brazo derecho.
De nada sirvió cortar su brazo, después de cinco años la sensación de tenerlo, siguió ahí. En el Hospital Psiquiátrico donde lo atienden, aprendió a ser zurdo, entre otras cosas, para escribir su historia: la misma de muchas personas que se han serruchado algo más valioso que un brazo. Empieza poco a poco a sentirse completo. Aunque a veces, lo extraña.
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