Aquel domingo de invierno, como casi todos, me levanto sin prisa.
Una visita rápida al cuarto de baño y el obligado paseo hacia la cafetera.
Escucho murmullos en la habitación del bebé. Nada fuera de lo normal. Sé que no se moverá. Ya no duerme. No tengo muy claro si se despierta temprano o pasa en vela la mayor parte de la noche. Cuando en alguna ocasión me despierto de madrugada, a la hora en que el silencio es más grande y la oscuridad más intensa, basta que ponga un pie en el pasillo para que comiencen a escucharse los cotidianos susurros que le acompañan en la vigilia.
De cuando en cuando me llama Pedro emocionado. A lo largo del tiempo me ha ido contando que su pequeña ya toma papillas, que ha dicho su primera palabra, que ya gatea, que ya camina, que ya no lleva pañales, que ya habla por los codos, … Yo comparto su alegría, su emoción; siento muy de cerca su orgullo de padre tardío.
Me pregunta por el bebé ("ese que tenemos a medias", bromea a veces). Siempre pregunta, aunque sabe tan bien como yo que tengo poco que contarle y las pocas novedades dignas de mencionarse son prácticamente el lado oscuro de las suyas. A lo largo del tiempo le iré contando que el bebé casi no habla, casi no camina, casi no mira, ... Mi bebé gigante hace tiempo que lleva pañales.
Quiero pensar que mi bebé no sufre, que no es consciente de que su salud mental se ha quedado olvidada en algún rincón desconocido e inaccesible, no solo para nosotros, para el mundo entero.
Cuido a mi bebé con todo el amor que me ha enseñado a dar, con toda la paciencia que heredé de mi padre, con todas las facilidades que mi hermano Pedro me permite. Cuido a mi bebé aún siendo plenamente consciente de cual será el final de mis cuidados; no sé cuándo ocurrirá, no tengo prisa, ni siquiera me planteo qué pasará después.
Mi bebé gigante dejó de reconocerme hace algún tiempo, pero queda algo en su interior muy valioso que ese domingo, desde su cama, me demostró una vez más: su bondad.
- Hola, mamá, buenos días. – saludo al entrar, me acerco para acariciarle con la mano una mejilla y darle un beso en la otra.
- ¡Hola! – está contenta, me sonríe mientras me observa con atención y con cierta mirada interrogante.
- ¿Cómo estás? Parece que te has despertado contenta.
- Sí, sí, estoy bien. Y, tú, ¿cómo estás?
- Bien también, pero creo que no tan contenta como tu esta mañana. Por cierto, ¿tu sabes quién soy yo?
- ¿Tú? – Me mira sonriente y feliz y casi sin pausa añade: - ¡Lo más bonito que hay en esta casa!
Esta es mi madre, mi bebé gigante sin pasado, sin presente, sin futuro, pero que mantiene en su interior todavía su dulce alma.
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