Parece que es tarde. Me habré quedado dormida. Es raro que mi padre no me haya despertado al irse. Ya entra mucha luz por la ventana, a pesar de las cortinas. Decido aprovechar mi buena suerte, darme la vuelta y dormir un poco más, pero me parece oír ruido en la cocina. Quizás se haya vuelto a meter un gato. A veces mi padre deja abierta la puerta del patio cuando se va a trabajar de madrugada y entran los gatos buscando un poco de calor. Me levanto corriendo, a ver si pillo a ese bribón antes de que encuentre la despensa.
Pero al llegar a la puerta de la cocina me quedo petrificada. Hay una chica joven de espaldas a la puerta, vertiendo café recién hecho en tazas. ¿Quién es? ¿Cómo ha conseguido entrar? Se da la vuelta y me sonríe. Dudo entre salir corriendo a pedir ayuda o preguntarle en voz alta qué hace en mi casa. Puede más la curiosidad y doy un par de pasos dentro de la cocina, mientras intento averiguar sutilmente qué hace ahí parada, en mi encimera. No contesta, pero me ofrece tostadas y café. Me sonríe, le sonrío y le ofrezco una de las sillas de nea junto a la mesa. Es lo mínimo, cuando me ha hecho el desayuno. Parece que es su forma de agradecerme haber allanado mi casa. En su rostro puede leerse que está triste y desorientada, quizás ha acabado en mi casa huyendo de algo.
Me pregunta qué tal he dormido. Le respondo que bien, todavía evaluando la situación. Comienza a contarme su día, mira el reloj varias veces mientras habla y se queja del poco tiempo libre que tiene. Le digo que yo también tengo prisa, que debo arreglarme para ir a un sitio, para ver si se da cuenta de que su visita se está alargando. Se ofrece a pasar otra vez después del trabajo y aprovecho para preguntarle dónde trabaja, quizás así averigüe algo más de ella. Me dice que en la panadería desde hace cinco años, que la contrataron para atender la tienda. Le preguntaré al panadero por ella, seguro que podrá darme más información.
Me decido a levantarme para recoger, dando por concluida la conversación, pero se levanta antes que yo y coge la vajilla para ponerla en el fregadero. Antes de que pueda darme cuenta, se da la vuelta, me coge de la mano y me da un beso en la mejilla al mismo tiempo que me dice "te quiero, abuela. Luego nos vemos".
El tacto de su mano en la mía me trae el olor de la colonia de limón y leche manchada de café, el de las rosas naturales en un florero y la brisa caliente de las noches de verano; su voz suena a risas ahogadas en las siestas, canciones tradicionales y preguntas insistentes. Se me anuda la garganta. Afortunadamente, hay recuerdos que no enraízan en la mente. "Yo también, cariño. Te espero".
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