Elon no sabía si aquella expresión en el rostro de ella era un gesto de camaradería o, sencillamente, era el presagio de un inminente desastre, sin embargo… pronto lo averiguaría.
Alma cruzó lentamente el umbral de la puerta, sacudió afuera con suavidad el paraguas antes de cerrarla; se quitó el piloto y lo colgó en el perchero antiguo, al lado de la entrada.
Se movía despacio y su mirada no enfocaba, su semblante transmitía una ambivalencia difícil de describir en palabras, ella no lo miraba; no quería mirarlo aún.
Él, desde la cocina la observaba, sus profundos ojos negros la aprendían con dulzura, sin atreverse a definir qué traía consigo el estado de Alma.
Ella era delicada y pequeña. Su cabello algo mojado por el aguacero que había dejado atrás, colgaba rubio y rizado sobre sus hombros.
Sus movimientos llevaban la impronta de contenerse, de no avanzar, no respirar, de detener el tiempo.
Los segundos se hacían eternos y Elon no atinaba a pronunciar sonido alguno, las palabras no salían de su garganta, algo parecía apretujarlas en su interior. En esos días la vida se había tornado insoportable y la incertidumbre amenazaba el equilibrio mental de ambos. Transitaban con sutileza sobre el borde de un abismo.
Una vez que dejó el bolso en una silla tan blanca como su cara, Alma levantó lentamente su mirada y el azul de sus ojos lo buscó. Elon respondió con una tímida sonrisa, desconcertado.
Él era directo, su aspecto de hombre fuerte y espíritu firme, tal como su nombre y su sangre afro lo definían, no coincidía con la sensación de perplejidad y temor que lo tenía preso en ese momento.
- Alma, ¿cómo estás? ¿Cómo te fue? ¿Qué ocurrió?
A medida que hablaba, la voz de Elon perdía fuerza y la última pregunta casi no sonó en la antesala.
Ella lo miró con el mismo gesto que llegó, una mezcla de complicidad y caos; de ternura y derrumbe, de dolor y furia.
Pasaron poco más de algunos segundos y él lo supo. Soltó un grito desgarrador y abrazó el cuerpo cansado y vibrante de Alma.
Ella, en sus brazos, se quebró y un sollozo punzante y entrecortado salió de su pecho.
En ese abrazo ambos seres se unieron en uno. Ambos corazones latían al unísono desechos, rotos, dolientes.
No querían soltarse, no querían mirarse… menos hablar… los dos ya lo sabían.
Habían perdido la vida que recién comenzaba, una esperanza de tres mágicos meses. Enredados en ese instante fluyeron con cada lágrima silenciosa nombres, colores, juguetes, mamá y papá que no pudieron ser.
Suavemente fueron dejándose caer sin soltarse. Acostados en una alfombra de suave textura al pié del sillón, se acomodaron para no moverse. Moverse dolía.
Sus ojos se cerraron. El día terminaba junto con la amada vida que había llevado Alma en su vientre.
No querían pensar en mañana, los unía un amor celestial que curaría sus heridas, en ese momento sólo querían entregarse al agudo y mudo dolor del duelo.
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