Me revolotean bandadas de pájaros por la cabeza. Intento concentrarme en el trabajo, pero me distrae el aleteo de los pobres intentando escapar. Me golpean el cráneo y me levantan dolor de cabeza. Así no hay manera de no equivocarse. Aprieto los tornillos de las puertas en los motores y cualquier día de estos voy a provocar un accidente. Mi jefe me regaña porque no presto la debida atención. El otro día me amenazó con despedirme. Me dijo que parecía que tenía la cabeza llena de pájaros, y yo no supe qué contestarle.
Creo que uno ha anidado cerca del pabellón auditivo, en uno de esos huesecillos que ahora no recuerdo el nombre. Va y viene depositando palitos y ramas y me canta muy suave. Sé que pronto escucharé piar a los polluelos, cuando sienta el crujido de la cáscara al quebrarse, y que no me dejarán dormir en toda la noche. Por eso, después de fichar, mientras los compañeros charlan de sus cosas, a mí solo me da por abstraerme, para averiguar si ya han nacido.
He llegado a distinguir el canto de veinte especies distintas de pájaros. El mirlo lo hace con un silbido melodioso, con la cadencia de una catarata. Se entremezclan en mi cabeza el trino de los canarios con el zureo de las palomas, y el crotorar de las cigüeñas con el graznido de las gaviotas. El que me pone nervioso es el reclamo de la perdiz, como si fuera mi jefe cuando me sermonea por lo mal que he montado las piezas. Dice que a este paso voy a terminar mal y que más me valdría ir al médico. Por salud mental, me dice.
Puede que tenga razón. Me paso el día tan cansado que no acierto a hacer nada bien. Algún día le contesto y le digo que mi cabeza es una jaula, y que ya me gustaría a mí ser capaz de abrir la puerta para que los pájaros salieran volando, que nada me gustaría más. Pero que ahora no puedo. Que tengo que esperar a que nazcan los polluelos.
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