Hacía diez años que estaba casada, cuando le conocí y era, razonablemente, feliz con la familia que habíamos formado. Me habían concecido, por fín, el traslado y tenía un puesto definitivo en la ciudad. Así que podía dedicar más tiempo a nuestras niñas, de cinco y siete años, ir paseando al trabajo y abandonar la carretera, olvidándome de conducir los 70 kilómetros, que separaban nuestra casa del pueblo, en el que estaba provisionalmente, destinada.
Cuando me incorporé, éramos solo dos en el departamento. Me pareció cercano, comprensivo y reconocí enseguida, por qué tenía esa fama de dicharachero y buena gente. Con él, aprendí a quitarle hierro a mi trabajo, ¡nos reíamos mucho!, salíamos del despacho enfrascados en conversaciones, bromas…comentarios. No escuché, ni di la más mínima importancia, a las voces que me advertían del peligro, voces amigas que no encontraban simpático a mi nuevo amigo.
Sin darme cuenta, fue llenando mis pensamientos y mis días, dirigí mis esfuerzos laborales a motivarle a impresionarle, a sorprenderle. Si algún día, por cualquier circunstancia, me retrasaba, recibía puntualmente su llamada, para preguntarme qué me pasaba. Se fue haciendo indispensable. Y yo me creí capaz de compatibilizar todos los afectos: mi marido, mis hijas, la familia y el recién conocido compañero de trabajo. Hasta que se cansó del juego y apareció otra presa en la oficina, más joven o más interesante, a la que conocer.
Fue, entonces, cuando algo ocurrió en mi interior y crucé una frontera invisible, para la que no estaba preparada. Llegó el insomnio, los delirios, el sin sentido, no querer ver a mi marido, el tener que contar mi madre a mis hijas que estaba ingresada por un dolor de espalda.
Más tarde, llegó un diagnóstico, más o menos acertado, y un tratamiento que me permite trabajar y cuidar de mi familia. Por suerte, descubrí la musicoterapia o vídeos maravillosos como "El cazo de Lorenzo" que me animan a no resignarme a vivir perdiendo los trenes importantes de la vida, como el de la amistad o el del desarrollo personal.
Hace unos días, mi marido miraba tiernamente a mis hijas, que tienen ya 16 y 18 años, cuando me preguntaron por qué me tomo por la noche dos pastillas, que oyen el "crick, crick" del blister cada día.
No sé si tienen, aún, la edad y la experiencia suficiente para entender…que, en realidad, no es la espalda la que me dolía, y que la culpa de todo y, seguramente, también el remedio… residen siempre, en el amor.
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