Eduardito se empinó sobre la banqueta para alcanzar el estante más fácilmente. Cogió la caja de cartón con sus pequeñas manos con tan mala suerte que ésta cayó al suelo y su contenido se desparramó por el suelo. Un montón de caramelos cubrieron el parqué y el niño sintió una mezcla de miedo y fascinación. Miedo de haber sido oído por su abuela, a pesar de que estaba ya medio sorda, y de la consiguiente regañina. Y fascinación porque por fin había descubierto el escondite donde su mamá guardaba esas golosinas que no quería compartir con nadie y que, por eso, se tomaba siempre a escondidas.
Sin embargo, su madre no las llamaba chucherías. Y cada vez que le preguntaba por ellas, desde aquella ocasión en que la sorprendió tomándose una, la mujer rehuía el tema, entre incómoda e impaciente.
- Si no son caramelos, entonces, ¿qué son?
- Son… son las pastillas de estar bien de mamá. Y te prohíbo terminantemente que las toques, ¿entendido?
Eduardito no dijo nada, pero aquellas palabras, lejos de mitigar su interés por aquellos dulces, lo multiplicó. ¿Qué tenían de especial aquellas grageas, además de su tentador aspecto, que además le hacían a uno "estar bien"? Seguro que tenían que ser muy especiales porque no era propio de su madre negarse a compartir algo.
Hacía un tiempo que su madre estaba algo alicaída. Varias veces la había visto llorando y cuando le preguntaba qué ocurría respondía que nada.
- ¿Te has dado un golpe? ¿Te duele algo? ¿Te has peleado con papá?
- No, nada de eso.
- ¿Por qué lloras pues?
- Por nada. Anda, vete a jugar.
A Eduardito le habían llamado llorón muchas veces. En casa y en la escuela. Pero él siempre lloraba por alguna razón. Pero desde que tomaba esos caramelos, su mamá ya no sollozaba tanto. ¿Serían mágicos? ¿Darían poderes? A lo mejor si se tomaba unos cuantos se convertía en un fortachón y el matón del cole se lo pensaría dos veces antes de intentar robarle el bocadillo o meterse con él.
Eduardito volvió a mirar las cápsulas. El color rojo brillante de los dulces prometía al pequeño deliciosos sabores.
En ese momento, volvió su madre de la calle y se encontró con la escena. Aliviada al comprobar que su hijo no había ingerido ninguna pastilla, reprimió su ira inicial cuando comprendió que la culpa de lo que podía haber pasado la tenía en realidad ella.
Y aquella tarde, por primera vez, la mujer le explicó a su hijo, en un lenguaje sencillo y claro, lo que le ocurría y qué estaba haciendo para solucionarlo. Y lamentó que hubiera estado a punto de suceder una desgracia para haber dado ese paso.
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