"Reconozco haber juzgado sin conocer las circunstancias. He fallado."
Así de duras fueron las palabras que me auto confesé en soledad, sentado frente a la cómoda y con un libro sobre las piernas desnudas cuyo título rezaba, Salud Mental.
Un drama. ¿Por qué todavía cargaba con una culpa pretérita a mis espaldas que me obligaba a no poder pronunciar su nombre?
Abrí la tapa. Era de cartón recio, con los vértices puntiagudos y afilados. Me encontré con una hoja en blanco. "Qué símil tan inequívoco", reflexioné. La pureza del blanco me conmovió. "Tiene el mismo color la hoja que la mente de quienes hablan sin fundamento sobre lo desconocido."
¿Cuál es el camino correcto? Perdonarse ante la aversión propia y observar en el rostro del contrario el sentimiento de gratitud humana. Indagué en mis recuerdos. ¿Por qué? Porque la vida permite cometer errores para enseñar problemas y aprender gracias a la experiencia de haberlos solucionado. ¿Acaso no será quizá esta la mejor forma de preservar los valores humanos, dicho en otras palabras, la salud mental?
Pasé a la segunda página y continué leyendo.
El drama se liberaba paulatinamente de mi espina dorsal.
Los ojos absorbían el conocimiento que, algún día, habían sido quienes de cuestionar.
Los oídos. Silencio.
Continué leyendo.
Ya no tenía temor al recuerdo.
Había triunfado.
Mi abuelo se llamaba Vicente. Murió de Alzheimer postrado en una cama como un vegetal.
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