Te he visto, hermano, vivir la inmensidad del universo en el rayo de sol que oblicuo caía desde la ventana, huir del terror de las voces que oías solamente tú, mirar a la noche con la curiosidad infinita de los antiguos: te vi, hermano menor.
Otros dicen que andas «ido», «fuera del mundo». ¿Qué tanto de bueno tiene este mundo después de todo, pienso yo? Ellos no lo ven, pero yo sí: hay un alma de poeta en tu maravillada concepción de las cosas, la trasnochada conversación que mantienes con el aire, tu pánico de ciertas cosas sencillas, como un susurro del viento o el aleteo agitado de un ave, tu concentrada aceptación de los colores del ocaso: estuve allí, contigo.
¿Cuándo empezó eso que ellos llaman el «deterioro» de tu salud mental? Fue, quizás, un fantasma que siempre estuvo allí, en tus gestos excéntricos y tu risa inoportuna a veces, en la forma en que te aferrabas a un dibujo, una melodía, un signo: éramos niños en casa de nuestra abuela. Ella siempre dijo que tenías el espíritu de un artista, la herencia soñadora del abuelo. Aun cuando, al dejar la niñez, tus gestos, tus huidas, tus silencios, se hicieron largos e insomnes, misteriosos y cerrados en sí mismos como tu propia voz.
Eso pienso ahora, en casa de la abuela, mientras tomamos el sol pacíficamente, tumbados en las viejas sillas de mimbre. Te veo sonreír, y te digo que seguramente recuerdas algún secreto, un pecadillo de truhan.
—Una chica, seguramente —tercia nuestra abuela, mientras usa el azadón en una de sus macetas de geranios—. Es que este es un galán.
La risa empieza en tu garganta como el sonido de un ave, un sonido que se tropieza, que crece y se convierte en un río, un río que baja tropezando por las piedras, repitiéndose y contagiando a quienes viajan en sus orillas. Reímos los tres, y la luz del sol, cobriza y líquida como un mar amarillento y cálido, baña el jardín, mis manos, nuestra breve dicha.
Entonces, me miras, hermano. Sí, tus ojos parecen mirar más allá, a un sitio que no podemos ver, que no conoceré jamás, excepto por las imágenes que sugiere el movimiento de tus manos en el aire, cuando dibujas símbolos invisibles y secretos. Y, por un instante, veo aquello en tus ojos, esa sombra de la certeza, la nostalgia del tiempo compartido. Un vestigio de la vana lucidez. Me doy cuenta, en ese instante, de que eres tú, de que sigues allí, viajando en el universo vasto de tus propias noches. Ahora, pareces recordar, y me ves como reconociéndome, estrella lúcida y fugaz.
Estás ahí. Y el tiempo que dura ese prodigio es suficiente, hermano: quiero decirte, también, que aquí estoy, que iré a tu lado en ese viaje. Eso pienso, y el sol parece brillar con más fuerza en ese momento.
Hola, sería muy bueno que pongan al menos mi nombre como autor, gracias.
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