A los 17 años solía ir los sábados por la tarde a una tienda del centro para ver lavadoras y vitrocerámicas. Me quedaba parado al lado de las escaleras mecánicas y observaba a los dependientes que pululaban por la planta. Mi estrategia tenía un alto componente psicológico porque dedicaba más de media hora a analizar los ademanes de los encargados, así como su modo de vestir y la manera en que se dirigían a sus clientes. Cuando había creado una imagen mental de cada uno de los dependientes, elegía a uno y me lanzaba a hablar con él. Aunque el fulgor, el olor a nuevo del plástico y del metacrilato y las pantallas digitales de los electrodomésticos me embriagaban, lo que más me excitaba era la progresión de la historia que creaba con el dependiente. Improvisaba sobre la marcha y aprovechaba los momentos en que me dejaba solo para estructurar en mi cabeza las ideas. Cuando me aturullaba, le pedía que me hiciese otro presupuesto para ganar tiempo. Las cocinas eran mi perdición pero, de vez en cuando, cambiaba de sección y optaba por los baños o las agencias de viajes. Daban más juego las agencias de viajes, si bien la variedad de los retretes y los lavabos era casi igual de amplia que los destinos vacacionales.
Este juego de creación me permitía evadirme de mi realidad, no muy placentera en aquel momento, y crear mi propia historia. De hecho, hasta el comienzo de mi etapa universitaria, mi vida se resumía en tres palabras: nunca, nadie, nada. Nunca nadie había hecho nada por mí. Crecí con el convencimiento de que yo mismo era lo único que tenía. Y aún así me trataba mal. En el colegio dijeron a mis padres que tenía problemas de salud mental y tuve que soportar bullying, tanto de profesores como de alumnos. En casi todos mis trabajos, varios años de mobbing. En clase, a la hora del recreo, bajaba siempre a la capilla, escondida en el sótano del edificio de ciencias. Pasaba la media hora que duraba el descanso encerrado en el interior de la pequeña iglesia, mirando el reloj cada cinco minutos para no llegar tarde.
Me llamaban el loco, nadie hablaba conmigo. Pero sí que me pegaban e insultaban. Cuando salía a pasear por la ciudad siempre llevaba un libro por si alguien intentaba hablar conmigo. Tenía la excusa perfecta para no responderle al estar ocupado con la novela. Encontré en la literatura el revulsivo a esa perturbación que me da la vida y que tanto aterra a los demás, que me permite crear y evadirme a universos donde ser diferente es un mérito, no un castigo, donde la gente no tiene miedo a moverse más allá de los tres patrones establecidos.
Así pues, enloqueced conmigo y acompañadme a ver lavadoras y encimeras, porque la locura no es otra cosa que la razón presentada bajo diferente forma. Al alcance de unos pocos privilegiados, al alcance de nosotros, los de la salud mental, amigos…
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